Nuestra vida política está ahora marcada en el mundo occidental por cierto pesimismo, cuando no malestar. Somos conscientes de un cambio de época, que se gesta desde la caída del Muro y la irrupción masiva de las nuevas tecnologías. Pero hay un hecho aún más significativo: la irrupción sin límites políticos de los mercados financieros hasta en lo más profundo e íntimo de nuestras vidas. De esta irrupción nos hemos percatado en el último trienio. Tal cambio de ciclo histórico tiene el regusto amargo del fracaso de una generación que por primera vez, dicen los milenaristas de guardia, entregará a sus hijos un mundo peor del que recibió.
Me interesa ver si hay razón para el pesimismo. Según lo veo, el mundo contemporáneo, es decir, el mundo pos-1945 y siempre en Occidente, ha soportado una lucha entre la justicia social, es decir, una laxa alianza entre los socialcristianos y el socialismo democrático frente al capitalismo desaforado. En este combate, que parece ganar ahora este último, la socialdemocracia imperante tenía un arma esencial: la regulación, o, si se quiere, la intervención estatal en la economía. Poco importa que se eche la vista a Europa o a Norteamérica: una potente red social -en el resto del globo desconocida- y, sobre todo, una supervisión económica por parte de los poderes públicos socializaban algunos beneficios a favor de la mayoría de los ciudadanos y se permitía que los mercados hicieran negocios bajo ciertas reglas, a cambio de un expolio mundial. Algo parecido a lo que sucede ahora con la regulación del tabaco; en Nueva York o Barcelona es difícil fumar -¡eureka!-, pero en Shanghái o Ciudad del Cabo, barra libre.
Este empate no satisfacía a los mercados. Y empezó la desregulación. Con la cantinela de un peculiar liberalismo, de dar libertad al comercio, como si esto fuera un derecho fundamental, se derogaban normas o, más sutilmente, se activó la corrupción a gran escala: desactivando los controles. Pese a crear más y más agencias de supervisión, estas eran superciegas. Eso solo podía ocurrir mediante la corrupción, es decir, mediante el cruce ilegítimo entre dinero y política.
Así, ha surgido la pasarela sangrante entre los mercados y su práctica de canibalismo social. La prueba: ni una sola acción penal por los diversos y obvios fraudes cometidos en todo el mundo en los últimos cinco años: sobornos, prevaricaciones, malversaciones, administraciones fraudulentas, estafas, maquinaciones para alterar el precio de las cosas, información privilegiada… De estos hechos, todos ellos recogidos en nuestras leyes, nadie responde. O sea: gratis total.
Para mayor inri, los corruptos, si son procesados, lo son a pequeña escala. Madoff o Gürtel son buena muestra de ello. Nunca se ha tirado para arriba. La fiscalía de Nueva York, por ejemplo, no para de pactar con las grandes firmas multas millonarias, pero sujetas a cláusulas de confidencialidad En el caso Madoff, según cuentan las crónicas, la Stock Exchange de Wall Street recibió más de una docena de denuncias: todas archivadas; sus cuentas estaban avaladas por Standard&Poor's. Ello sin contar con el evidente conflicto de intereses entre inversores, como Blackrock y Berkshire -de Warren Buffet- y agencias autodenominadas de calificación como Moody's, propiedad de aquellas en un 20 %.
Por si fuera poco, los electores, lejos de volver la espalda a políticos que ni metiendo la mano un año en un cubo de pintura blanca las sacarían de ese color, los encumbran. No hace falta dar nombres.
El mal, en España, es congénito. El mejor barrio de Madrid, el de Salamanca, lleva el nombre de uno de los mayores desfalcadores de nuestra historia. Una de las mayores quiebras, la del Banco de Barcelona, se solventó con la ley de suspensión de pagos (1922) redactada por Bertrán y Musitu, abogado barcelonés que sirvió como ministro de Justicia apenas un mes. Juan March, el admirado, salió de la cárcel de Alcalá de Henares en 1933 por el módico precio de un millón de pesetas. Pongo ejemplos sonoros, de callejero municipal, para demostrar que, entre nosotros, la corrupción es constante y ahora ha encontrado un medio ambiente extraordinariamente abonado.
Si queremos sacarnos el mal sabor de boca, el regusto de fracaso, hemos de luchar contra la corrupción antes de que sea irreductible. No tanto para recuperar lo perdido como para evitar que nos roben el futuro y para que a nuestros hijos les podamos entregar, además de un menguado patrimonio dinerario, un saneado patrimonio moral. Si les transmitimos el ejemplo de una lucha seria, tenaz y eficaz contra la corrupción, no habrá legado que pueda superarlo.
Debemos recuperar ese patrimonio moral. Tal recuperación pasa por la separación entre el Estado -lo público- y el becerro de oro, y someter este a la ley. El problema no es de hoy. Los ahora indignados, que ya empiezan a ser criticados sin piedad, tienen más que buena parte de razón en el diagnóstico. Las medidas, por supuesto, han de ser cosa de todos.
Joan J. Queralt, catedrático de Derecho Penal UB.