La era de la falsificación

La carnicería de Melilla (37 muertos, según la ONG Caminando Fronteras) en junio pasado llamó la atención por un montón de motivos equivocados. Sorprendió que los inmigrantes tomaran la iniciativa, sorprendió que planearan un asalto a una garita abandonada, se hicieran con mazas y con una radial para derribar la puerta de la frontera o de su futuro, y hasta decidieran resistir al diluvio de botes de humo, porrazos, patadas, y perrerías con las que fueron atornillados mientras quedaban atrapados en el patio del cuartel. No sorprendió que fueran a fallar, casi ni sorprendió que fueran a morir, y desde luego no sorprendió que fueran golpeados una vez rendidos, arrojados como sacos sobre sus compañeros moribundos, o incluso devueltos a empujones a Marruecos por la policía marroquí desde suelo español, bajo la indiferente o gélida o cómplice mirada de nuestra policía. Es decir, sorprendió que la miseria piense y calcule y sobre todo se rebele, y no se resigne al papel amorfo, automático, y desesperado que se le supone. Sorprendió que esa gente quiera vivir.

Tras la ducha de higiénicas condenas de los comisarios y diputados de turno, han quedado a flote noticias menores de ese naufragio humano. Entre ellas, el esperpento de lo de la ministra Irene Montero. Se le preguntó por el asunto. Contestó frente a los micrófonos de TVE1, de La Sexta, de Antena 3, de dos móviles sin identificar, de Atlas (proveedora de noticias para Telecinco o Cuatro). Sus palabras eran claras. Que los hechos eran insoportables y dolorosos. Que había que investigar. Que había que ayudar a las familias de los fallecidos con los servicios consulares. Mareada por los periodistas, momentos después y para no repetirse hizo unas declaraciones anodinas, circulares, y a no fallar. Dijo que siempre iban a conocer su opinión. Que así había sido y así seguiría siendo. Dijo que siempre la iban a tener disponible para conocer su opinión. Humo, regate verbal para quitarse de encima a los moscones de la alcachofa. Y entonces, de pronto, sucedió: varios medios de comunicación difundieron un vídeo trucado con esas declaraciones sin esas declaraciones, con el final sin el principio. Peor, algunos de esos medios eran los mismos que habían recogido las declaraciones en directo. Peor, el vídeo trucado se había puesto en circulación desde una red social. Desde Twitter. Esos medios, contradiciendo a sus propios reporteros, confiaron en Twitter. Se engañó a tertulianos, a periodistas, a escritores, a un montón de gente. Y al descubrirse la farsa, el tuitero se esfumó en el aire del ciberespacio, los tertulianos cambiaron de tema o de marca de café, y los presentadores de telediarios, de radio, de programas que habían hecho carnaza con aquella violación de palabras, sonrieron y pasaron al siguiente escándalo.

Lo de Melilla (37 muertos) y lo de Montero giran ante mis ojos como las dos caras de una misma moneda fulgurante. El asalto a tumba abierta de los hambrientos del mundo fue recogido por cámaras de vigilancia, por satélites, por móviles de espontáneos. Son imágenes de una claridad meridiana, pero los policías y los ministros de aquí y de allí siguen discutiéndolas, retorciéndolas, negándolas. Según ellos, en Melilla la policía que abusó, actuó sin abusar; las ambulancias que no llegaron, llegaron, la gente medio muerta y fracturada que fue trasladada en autobuses destartalados a cientos de kilómetros sin una sed de agua ni un plato de comida, fue trasladada en autobuses impecables a pocos kilómetros y regalados de vino con cus-cus. Siempre hemos contado mentiras, pero nunca como ahora dispusimos de una tecnología tan precisa, tan milimétrica, para retocar imágenes, imitar sonidos, dar más gato por menos liebre al cerebro consternado. En la era de la información, la información nos falla. Si atendemos a las noticias de Melilla y de Montero, no sabremos lo que pasó en Melilla ni lo que dijo Montero. Hoy podemos dar por cierta una noticia falsa y por falsa una noticia cierta mediante el mismo truco de autoridad: imágenes, audios, impecables representaciones de la realidad. Hay tal cantidad y son tan perfectas, que ya no representan nada. Cualquiera puede discutirlas, suprimirlas, tunearlas. Los tiempos de la foto, del disco, del vídeo y pronto el adictivo metaverso nos arrojan de cabeza a la era de la falsificación. Y la falsificación no sólo falsifica, además suplanta. No sólo altera, vacía. Deja intacto el jarrón de las apariencias para llenarlo de flores muertas. Miente con la verdad. Sumidos en el desconcierto de este caballo de Troya, las cuestiones en las que la humanidad se ha devanado los sesos durante siglos (lo bueno o lo malo, lo justo o lo injusto, etcétera) dejan paso desmayado a una pregunta más elemental, urgente, fisiológica, ensordecedora: qué es real. Y ante esta nueva duda, las pruebas se derriten y los hechos se deshacen porque están bajo sospecha. Quien crea que la culpa la tienen los píxeles o el Photoshop añade su granito de irresponsabilidad a este baile de máscaras. Al tirar del hilo de semejante laberinto tecnológico, al final siempre encontramos un dedo humano apretando un botón. Asumir que una noticia es siempre ese dedo podría ayudar. Y ese paso podría impulsarnos a una pregunta más práctica, acaso más honesta: ¿qué voy a hacer yo con el botón que me están apretando?

Carlos Quesada es quiropráctico y filólogo.

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