Para Hannah Arendt, "el mayor peligro en reconocer el totalitarismo como la maldición del siglo sería obsesionarse con él hasta el extremo de quedarnos ciegos con los numerosos males pequeños, y no tan pequeños, que siembran la carretera al infierno". Arendt estaba marcada por una admirable comprensión, demasiado buena para su época, del concepto del mal y su desconcertante banalidad. Una banalidad reflejada en Adolf Eichmann y otros tantos Eichmanns. Amables vecinos, policías locales o simples brutos de taberna, un día; concienzudos ejecutores de trenes de la muerte a Auschwitz, 'chetniks' serbios en Srebrenica o 'ustachas' croatas en Jasenovac, el día siguiente.
Arendt anticipó que el problema del mal sería la cuestión intelectual clave de la Europa de la posguerra. Pero temía que, ante la desmemoria entonces reinante, no supiéramos hoy tratar este tema ni comprender sus manifestaciones. Erró parcialmente en lo primero, pues este tema no ha tenido tal centralidad hasta hace poco, incluso ante Ruanda o Yugoslavia. Digo parcialmente, pues la idea del mal vuelve con fuerza en este siglo de la interminable Guerra contra el Terrorismo, IS o Daesh, presos en naranja y ejecuciones visibles al clicar sobre el hipervínculo. No obstante, como alertaba el visionario Tony Judt poco antes de morir, Arendt podría acertar en su segunda predicción. Pero no por olvido, sino por abuso del concepto del mal y sus implicaciones, resultado de miopías gubernamentales, agendas internacionales enfrentadas y, sobre todo, un discurso público marcado por la demagogia y la simplificación. Nos cuesta discernir de dónde vienen estos males, por qué nos acechan y qué podemos hacer para erradicarlos, sin crear otros nuevos.
El debate político sobre la continua guerra en Siria, en otra fase de escalada con la intervención rusa, y sobre el IS es un ejemplo de ello. Nuestros líderes, utilizando machaconamente términos como "el enemigo" y retóricas de la lucha contra Hitler y de Tercera Guerra Mundial, nos insisten en que el IS (y otros, según convenga) son "el enemigo" al que hay que «dar duro». El mal de males, el problema y la amenaza a la seguridad nacional. El olvidado concepto de seguridad humana, la de los desgraciados pueblos más afectados, los propios musulmanes, cuenta poco.
El mensaje de fondo es que otros males como los regímenes totalitarios y opresivos de la región, desde Assad hasta Irán y los saudíes, y sistemas autoritarios con su propia agenda, como la Rusia de Putin, son males menores, tolerables y socios necesarios en esta lucha. Independientemente de su papel o contribución al drama actual. El terrorismo internacional se convierte así en ese Otro, el elemento antagónico unificador en una guerra universal. Una guerra en la que nos mantenemos en el desconocimiento absoluto sobre cuáles son los objetivos y parámetros concretos, o qué escenarios serían deseables para nuestros países y cuáles para los 'kanatos' de turno (ambos no siempre compatibles).
Uno de los problemas de este discurso y del pensamiento único que promueve, es que nos invita a no hacernos preguntas y a unirnos a la lucha contra un concepto movilizador: el Mal. Descontextualizando los conflictos y los orígenes de crisis dramáticas como la de Siria, mezclando confusamente efectos con causas, nos invita a perder la perspectiva y la memoria de cómo demonios hemos llegado aquí y de dónde han aparecido estos demonios. E invita, inevitablemente, al cinismo, vista la calidad del plantel de personajes en esta coalición universal contra el terrorismo. O vistos los horrendos abusos perpetrados o tolerados por Occidente (y Europa) desde que George W. Bush lanzó el concepto tras el 11-S, uniéndolo luego a la noble idea de liberación democrática, y pervirtiéndola por generaciones. Guerra contra el Terror a la que se unió raudo y veloz el siempre inefable Vladimir Putin, pensando entonces en Chechenia y sus propios terroristas, rebeldes y disidentes. Hoy piensa en unos cuantos beneficios más, como Ucrania, la presencia estratégica rusa en Oriente Medio, y su campaña personal para reescribir el orden internacional. Todo ello nos lo recordó, con otra forma de cinismo (el que distorsiona la realidad, creando otra paralela), el otro día en la Asamblea General de la ONU.
Sí, vivimos en tiempos de 'Charlie Hebdo', matanzas en Kenia o bombazos en Oriente Medio; de globalización del odio y del 'know how' para causar atentados masivos. Son, pues, tiempos de miedo e inseguridad, en los que este discurso público se revela tentador. Sin embargo, en nuestras sociedades democráticas, con instrumentos para exigir responsabilidades políticas, debemos resistirnos a esta visión unidimensional. O, por lo menos, hagamos preguntas. Preguntas básicas, como por qué surgió el IS -pues no es un hecho de Dios o Allah- y qué factores han contribuido a su creación. Un mero repaso al estallido y desarrollo de la guerra en Siria, y a cualquiera de los informes de Naciones Unidas o Human Rights Watch, complican esta narrativa. Informes que recogen evidencias de la brutal campaña del régimen de Assad, contraviniendo normas internacionales imperativas, y que le atribuyen responsabilidad sobre la mayoría de las bajas civiles, además de sistemáticas torturas. Hechos que han llevado a un tribunal francés a iniciar un procedimiento judicial contra el Gobierno de Assad. El IS es el mal, sí, pero, parece que para muchos sirios y refugiados, Assad y su sistema, 'también'. Algunos dicen que Assad "es parte de la solución política". Al margen de que Siria quizá ya no existe como Estado y que sea dudoso concebir una solución política verdadera con Assad en el poder, puede que el realismo político, nuestros propios errores y la meridiana línea roja rusa hagan que ése sea el caso en el contexto actual. Milosevic también fue parte de un acuerdo de paz y por hechos en escala comparativamente menor a los de Siria, terminó en el banquillo de La Haya. Claro, se quedó sin amigos poderosos.
Es preciso también cuestionar la agenda interesada e íntimamente unida a este discurso. Una agenda de seguridad y 'Realpolitik' barata (y mercantilista) que, frente a los IS, se apresura en legitimar a los Abdel Fattah Al-Sisi, Assads y compañía. La premisa es que son «nuestros hijos de puta». No es cierto: suelen ser los suyos propios, o los de Putin, Rouhani y otros. En las trampas de esta mal llamada agenda de seguridad caen, gozosos, líderes de la izquierda popular y anti-autoritaria (occidental), con sus abrazos a Putin y 'Russia Today', y líderes de derecha, con los suyos, pongamos, a este Irán de Rouhani con el que «hay que llevarse bien». Un Irán que, dicho sea de paso, alimenta la guerra en Siria; bate récords mundiales en ejecuciones de criminales menores, homosexuales, etc., y condena a muerte en vida a activistas o artistas como el brillante director de cine Jafar Panahi. En este chabacano juego de «tú, tus dictadores y yo, los míos», derecha e izquierda son cómplices por igual, ilusos unos, fervorosos ideólogos otros. Ello nos muestra lo limitado de tales conceptos frente a otras de las grandes cuestiones de nuestro tiempo, como el autoritarismo.
El terrorismo mundial es un mal mayor y, como parte de una estrategia hoy inexistente, requerirá una dimensión militar. Pero urge una agenda de fortalecimiento de la gobernanza global, en crisis, con 4 de los 5 miembros permanentes del Consejo de Seguridad implicados en Siria, cada uno por sus intereses e incapaces de acordar una solución común. Y, si aún valoramos nuestras sociedades libres, asediadas por la incertidumbre, tenemos que recuperar un discurso público que exija responsabilidades por esos otros males, vengan de Washington, Damasco o Grozni. Un discurso que no aparque siempre objetivos de justicia, empoderamiento popular y libertad que llevaron a muchos sirios a la calle en 2011. Necesitamos, en fin, seguir haciéndonos preguntas, como si Siria sería la tragedia que es hoy si hubiéramos respetado nuestras propias líneas rojas, por ejemplo, en 2013, tras el ataque con gas sarín en Ghouta.
De otro modo, en esta Era de Inseguridad crearemos leviatanes incontrolables, y un mundo en caos y guerra constantes. Un día podríamos no acordarnos ya de cómo comenzó esta espiral de violencia y no nos quedará más remedio, que, ciegos y tuertos, destruirnos hasta el final.
Francisco de Borja Lasheras es director adjunto de la Oficina en Madrid del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores.