La era del bloqueo y el ‘Factor K’

El bloqueo político español amenaza con llevar a la desesperación a la opinión pública. Se corre el riesgo de creer que todo estriba en que los líderes —Rajoy y Sánchez— son la causa del bloqueo, por razones de incompetencia personal. Y que, en consecuencia, si alguno —o los dos— se fueran a su casa todo se arreglaría (Felipe González dixit).

Me parece un análisis simplista, producto seguramente de esa exasperación a que estamos llegando. Un análisis que conduce a que los partidos se acusen mutuamente de ser culpables del atasco.

A mi juicio, el que España esté a punto de ir a unas terceras elecciones —que probablemente darían resultados políticamente no muy diferentes de las dos hasta ahora realizadas— tiene su razón de ser en factores mucho más de fondo que la personalidad de los líderes. Nadie bloquea por gusto. Bloquea, en realidad, el nuevo sistema político que ha surgido en España en el siglo XXI.

Alberto Ronchey, conocido periodista italiano, fue el creador, en los años de mayor fuerza del Partido Comunista italiano, de lo que llamó el factor K. Su tesis era que precisamente la potencia electoral del mítico PCI —cercana al 30%—, un partido al que se vetaba el acceso al gobierno en los años de la guerra fría, explicaba la parálisis de la política italiana y la eterna presencia, en los sucesivos y múltiples gobiernos, de la Democracia Cristiana. También explicaba la debilidad del Partido Socialista, su subordinación a la DC, y su contaminación del clientelismo y la corrupción propios de un sistema sin alternativa.

Me parece que, salvando las enormes distancias, bien podríamos hoy decir que en nuestra escena política nacional se ha instalado un nuevo factor K (K de Cataluña), que ya ha tenido como efecto un bloqueo estructural para formar gobierno en España. El giro político de grandes y graves proporciones que ha significado que el partido central de Cataluña, la antigua Convergència i Unió, se haya convertido en independentista, ha incidido en el corazón del sistema parlamentario español. En el actual Congreso hay 17 diputados que proponen directamente la independencia, y muchos más (el grupo de partidos que componen el holding Podemos) que plantean y exigen un referéndum de autodeterminación, de independencia, en Cataluña. Algo que es directamente inaceptable desde la Constitución, y que ningún gobierno español (dirigido por el PP o el PSOE) admitiría nunca sin poner en riesgo la democracia española y su inserción en Europa.

El efecto de tal terremoto en Cataluña es que la CiU que ayudó a configurar gobiernos españoles ya no vale para ello. Y que si Podemos se empeña en convocar ese referéndum de independencia, tampoco puede sumar para crear un gobierno constitucional.

Así, los únicos partidos que en la práctica podrían formar un gobierno son PP, PSOE y Ciudadanos, con el añadido de Podemos y PNV si estos aceptasen renunciar al referéndum de autodeterminación de Cataluña, lo que no parece que sea el caso.

El resultado es que ni un gobierno de centro derecha (PP-C´s), ni de centro izquierda (PSOE – C´s), ni de izquierda (PSOE – Podemos) suman 176 diputados, ni previsiblemente sumarán en el futuro, para obtener una investidura. Porque los diputados y diputadas independentistas no juegan para configurar gobiernos, sino solo para boicotearlos, votando siempre en contra de la investidura de cualquier presidente de Gobierno. Eso forzaría al PP a facilitar un gobierno del PSOE, o viceversa, contra su verdadera voluntad y naturaleza política, alargando indefinidamente crisis como la que estamos viviendo.

Hay que reconocer que la Constitución española no ayuda para conseguir la investidura. Los padres del texto constitucional no previeron la circunstancia en la que nos encontramos hoy, el desafío independentista, con partidos en Cataluña que no renuncian a presentarse a las elecciones generales (salvo la CUP) y que lo hacen para votar no, a cualquier gobierno, pero sin contribuir a una alternativa.

La Constitución adolece de una contradicción. Exige una moción de censura constructiva para derribar a un gobierno, o sea, no se admite a trámite si no presenta a la vez un candidato a presidirlo. Esto le concede una gran estabilidad a los gobiernos ya constituidos, porque es fácil poner de acuerdo a varios partidos en la oposición para votar una censura, pero muy difícil para apoyar, a la vez, un candidato a presidente de Gobierno. Lo perverso es que la filosofía es la contraria cuando se trata de investir a un candidato. La Constitución permite que la investidura de un presidente se bloquee sin plantear a su vez una alternativa. Eso es lo que evita el Estatuto de Autonomía del País Vasco, donde los parlamentarios pueden votar a un candidato, a cualquiera que se presente, pero no en contra de nadie. Se puede votar sí, pero nunca no. Por eso, el bloqueo es imposible. En los países nórdicos hay lo que se llama “parlamentarismo negativo”. Un gobierno puede empezar a actuar, hasta que se le derribe. No suele haber bloqueos para formar gobiernos (normalmente de coalición).

¿Cuál es la solución para España? En las actuales circunstancias, podemos encontrarnos con elecciones sucesivas, sin salida, de forma crónica. He ahí otra razón más para reformar la Constitución, de modo que la investidura se otorgue al candidato que obtenga mayor apoyo parlamentario (algo muy distinto de ganar las elecciones). Esa fórmula motivaría a los partidos a construir alianzas, porque ya no podrían simplemente bloquear. Si no se hace esa reforma, el nuevo factor K hará que, en cada elección, la investidura se convierta en España en un calvario.

Diego López Garrido es catedrático de Derecho Constitucional

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