La erosión de la Monarquía

Es lo que tienen las crisis cuando son largas en el tiempo y profundas en el espacio: que enervan y agotan las reservas de moral para enfrentarse a los problemas del presente, destrozan las perspectivas de futuro de toda una generación y, en fin —pero lo más importante para lo que aquí nos ocupa—, llenan de escombros el pasado. El pasado, ese país extraño, fluido y mudable, sometido siempre a los cambios que impone el presente, sufre extrañas convulsiones en tiempos de crisis general: nada de él queda incólume.

Así ocurre con la Monarquía que, como el resto de las instituciones del Estado —excepto la Policía, la Guardia Civil y las Fuerzas Armadas—, ha presenciado en la impotencia la pérdida a chorros de la confianza que en otro tiempo depositaron en ella los españoles, sin que ninguna de las políticas de comunicación —como se llama ahora a lo que siempre fue propaganda— puestas sagazmente en práctica por la Casa del Rey haya dado resultado alguno: la institución mejor valorada, la que merecía mayor confianza y no creaba ningún problema se ha precipitado desde unas alturas situadas en torno a 7,5 sobre 10, habituales hasta 2008, a la hondonada en que, a finales de 2013, apenas superaba el 3, un suspenso inapelable.

¿Por qué esta caída en picado? Lejos de la ola de literatura arbitrista que nos invade desde que estalló la crisis y que tanto gusta de ver un pecado original, una traición, en el pasado como razón y causa de los males del presente, el Rey, que heredaba un poder ilegítimo en su origen, conquistó para la Monarquía la legitimidad, porque en el ejercicio de su función institucional llevó a la práctica lo que del jefe del Estado esperaban las fuerzas de oposición a la dictadura. El principal partido de esa oposición, que fue de lejos el comunista, había planteado ya desde mediados de los años cincuenta la cuestión de la democracia en España desvinculándola de la idea de república para oponerla a la realidad de la dictadura. Hasta tal punto fue así que en una resolución de 1957 el PCE se mostraba dispuesto a aceptar una Lugartenencia del Reino si su titular presidía un Gobierno de coalición que convocara elecciones generales. No cometió Santiago Carrillo ninguna traición a sus orígenes cuando, legalizado su partido por un Gobierno salido de la dictadura, pero dispuesto a caminar a la democracia, resumió en abril de 1977 la sustancia de su política en una frase que será célebre: la opción no era entre monarquía y república, sino entre dictadura y democracia.

Lo era ya desde mucho antes, y no solo para los comunistas. La aceptación tácita de que cualquier proceso de transición democrática se verificaría con un rey o un regente en la jefatura del Estado fue común en los contactos entre la oposición interior y la del exilio desde los encuentros de la Confederación de Fuerzas Monárquicas con el PSOE en 1947 y 1948, y volvería a repetirse en las conversaciones que, bajo el paraguas del Movimiento Europeo, mantuvieron en Múnich socialistas, monárquicos y democristianos en junio de 1962.

Y como la memoria es frágil, no estará de más recordar que, metidos en los años setenta, ninguna de las sucesivas y variadas instancias unitarias de la oposición que por entonces vieron la luz incluyó en respectivos sus programas punto alguno sobre la república: no la mencionó la Assemblea de Catalunya, ni la Junta Democrática; desde luego no la Plataforma de Convergencia, tampoco Coordinación Democrática ni, en fin, la Plataforma de Organismos Democráticos, que centraron sus reivindicaciones en la convocatoria de elecciones como primer paso hacia unas Cortes constituyentes.

Que el Rey y el Gobierno por él nombrado llevaran a cabo una parte sustancial del programa de la oposición explica la especial vinculación que el proceso de legitimación de la Monarquía tuvo con la persona del Rey o más exactamente, con las decisiones tomadas por el Rey y su Gobierno para despejar de obstáculos la transición de la dictadura a la democracia. Es un lugar común decir que, sin ser ni sentirse especialmente monárquica, la mayoría de los ciudadanos fue, al menos, juancarlista. Por parecida razón, y una vez la democracia consolidada, bastaría que la mayoría de la gente dejara de ser o sentirse juancarlista para que pasara de la aceptación tácita de la Monarquía a la desafección o desapego, primer paso de una creciente hostilidad contra la institución, como es perceptible en el constante incremento de banderas republicanas en las manifestaciones de protesta convocadas contra los despropósitos de las políticas gubernamentales en cuestiones tan sensibles como sanidad o educación, desahucios o aborto. Es el peligro principal de la fuerte vinculación en origen de la institución monárquica a la persona del Rey: que la pérdida de confianza en este entrañe la masiva deslegitimación de aquella.

Eso es precisamente lo que venimos presenciando de 2008 a esta parte en un proceso inversamente paralelo al ocurrido en los años setenta: si entonces las decisiones del Rey dotaron de legitimidad a la Monarquía, ahora ha sido la conducta de las personas, no solo del Rey, también de su hija y de su yerno, las que han restado hasta límites que pueden llegar a ser insoportables la confianza en la institución. Y si entonces la legitimidad otorgada a la institución gracias al ejercicio de su función por el Rey volvió irrelevante la cuestión monarquía o república, no es sorprendente que ahora la pérdida de esa confianza en el Rey y en su Casa acabe por infligir una grave herida a la Monarquía y eleve hasta cotas impensables hace cinco años la opción por la república.

Tomar nota de este proceso y sugerir que tal vez haya llegado la hora de preparar la desvinculación de la persona con la institución es la misma cosa. Lejos quedan los tiempos del origen divino del poder real y nadie cree hoy en la madre naturaleza como norma de conducta: nada es divino y nada es natural. La Monarquía realmente existente está aquí por una convención sellada hace 40 años. No iría contra las esencias de esa institución que la titularidad de la Corona se ejerciera hasta una edad determinada por ley, 75 años por ejemplo, cumplida la cual solo quedaría al Rey preparar la ceremonia de su relevo en la jefatura del Estado.

Hoy, con la esperanza de vida situada en torno a los 80 años, es pertinente recordar que el césar Carlos, rey de Castilla y Aragón y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, se retiró a Yuste a la edad de 58 años. Nada obliga a esperar la ceremonia pública en la que el rey, máximo celebrante, se echaba a morir entre negros crespones y el llanto de la corte. Antes de que llegue el trance podría disfrutar durante unos años de la condición de emérito, como el papa que, ese sí, debe su elección a los inescrutables designios de la providencia y, sin embargo, ahí está, tan contento en su retiro.

Lucubraciones vanas, se dirá, pues hasta que la Constitución no lo establezca, el rey es dueño de su propia muerte. Pero a poco que mire más allá, comprenderá el Rey los beneficios que para la institución, y de rechazo para la democracia, se derivarían de la transmisión en vida de la Corona. El más notorio, el que puede ser principio de una recuperación de confianza si bajo un nuevo titular la Monarquía emprende a fondo la tarea de su propia democratización interna, que consiste en desvincular la institución de su propia persona. De otra manera, es muy posible que la desafección hacia la persona, convertida en hostilidad contra la institución, agudice en los próximos años la imparable erosión de la Monarquía.

Santos Juliá es historiador.

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