La escuela fantasma

Fui maestro de escuela antes de que se llamaran profesores de EGB y empezaran las reformas progresistas de la enseñanza. El puntero, la tiza y alguna diapositiva fueron las únicas tecnologías en las que apoyé mi actividad docente durante años. Con poco más, enseñé a leer y a escribir a unas decenas de chavales que, según me cuentan, todavía se acuerdan de tales habilidades. En aquella escuela, claro, nos dedicábamos modestamente a estas prácticas elementales sin preocuparnos de la educación de la ciudadanía –que los alumnos solían traer de casa–, del correcto uso del condón –que aprendían con métodos empíricos homologados por las generaciones anteriores–, ni de la metafísica religiosa, que, sin pedir permiso a nadie, les reservábamos para el horario extraescolar. Suelo pensar que fue mi etapa profesional más gratificante. Pero, claro, a partir de una cierta edad y de otro tanto nivel de desencanto biográfico, la melancolía se impone sobre otros sentimientos. En cualquier caso, no sé si aquella escuela ha muerto, como ya aseguraba entonces Everett Reimer, o si tiene alguna posibilidad de subsistencia entre cables, chips y satélites geoestacionarios.

Los resultados escolares actuales indican que la vieja institución escolar hace más agua que el Titanic. Ante el oceánico hundimiento, los políticos profesionales no tienen otra ocurrencia que promover la enésima reforma legislativa sobre el tema, a diferencia de Francia, por ejemplo, donde el sistema educativo se asienta sobre objetivos pedagógicos y métodos contrastados e incuestionados Gobierno tras Gobierno. La necesidad hispánica de cambios permanentes llega hasta la misma universidad, donde sin previo aviso se nos ha colado el discurso de la renovación pedagógica que ya padecimos en las escuelas los que fuimos antes maestros que profesores. Creo que la reforma inacabable en la que navegamos sin rumbo parte de un error de diagnóstico previo. Me refiero, simplemente, al establecimiento de un estricto catálogo de las tareas que se deben encomendar a los centros educativos y sus profesionales y cuáles deben acometer otras –viejas o nuevas– instituciones sociales. Al mismo tiempo, por supuesto, que se establecen las imprescindibles sinergias entre ellas en un mundo interdependiente cuya máxima expresión y metáfora es internet. Las familias de los chicos tampoco son las mismas y los agentes de la socialización extraescolar y extrafamiliar –desde la calle hasta el club deportivo o el grupo escolta– no pueden sustituir los déficits comunitarios que se observan en las sociedades posmodernas y líquidas. Le doy la razón a Ulrich Beck cuando afirma que la institución escolar, entendida como hasta ahora, es una estación fantasma por donde ya no para el tren.
La propuesta de un pacto transversal por la educación es una solución recurrente. El ministro Ángel Gabilondo ha lanzado una última cruzada en este sentido. Se avecinan, pues, más cambios normativos y organizativos. Por una vez, convendría quitarnos los anteojos de los (pre)juicios y establecer un diagnóstico compartido sobre qué entendemos por escuela, enseñanza y educación en el siglo XXI. Hace mucho, por ejemplo, que sabemos que los efectos pedagógicos se aceleran cuando el medio social confirma y refuerza la actividad escolar. Es lo que Wallace Lambert llamó medio aditivo. Y al revés. Cuando los valores públicos contradicen las políticas escolares, estas solo sirven para perder el tiempo y los recursos empleados. Sería deseable que el legislador no lo olvidase aunque fuera para desculpabilizar el esforzado ejército de profesionales que sucumben hoy en las aguas tormentosas de las aulas. La película Ça commence aujourd’hui, de Bertrand Tavernier, narra, precisamente, el fracaso de la escuela pública –¡francesa!– como único elemento de la educación y cohesión social en el mundo actual, tan fragmentado, complejo e inestable. Ciertamente, en España como en Francia, la escuela del siglo XXI no es ya el escudo de la República al que se refería don Manuel Azaña. Los cambios estructurales de las últimas décadas la han dejado en gran medida fuera de juego en cuanto a su potencial educativo y socializador. No nos engañemos con discursos de buena voluntad. La escuela es hoy una institución subsidiaria respecto de otras mucho más determinantes, como el mercado, las corporaciones empresariales o los flujos digitales, que actúan sobre la ciudadanía por tierra, mar y aire. Dejemos pues de utilizar la vieja institución como antídoto de una sociedad que no le dedica los recursos –materiales y de capital humano– que necesitaría para reinventarse en su nuevo contexto económico, tecnológico y sociocultural.

Dejemos también de sobrecargar a sus profesionales con exigencias tan variopintas como las que señalábamos arriba. No se trata solamente de repensar la escuela, sino de romper la falsa dicotomía entre escuela y entorno. El debate exige una mayor complejidad en el análisis que un quítame allá una semana de más o de menos en el calendario oficial. El éxito de la escuela, como las demás instituciones sociales, depende en verdad del «arrelament al medi» del que nos hablaba en nuestra juventud la añorada Marta Mata. De la adaptación al medio, digo, no a las versiones idealistas de la sociedad, de una cierta pedagogía bleda y, finalmente, de un país más imaginado que vivido.

Toni Mollà, periodista.