La esencia de la Constitución

En el 40 aniversario de la Constitución, la Universidad Pontificia Comillas, a propuesta de su Facultad de Derecho-Icade, ha investido doctores honoris causa a tres importantes políticos y eminentes juristas: Herrero de Miñón, Pérez-Llorca y Roca. Este reconocimiento, cargado de homenaje y gratitud, ha avivado el recuerdo de muchas experiencias, personas y acontecimientos que suscitan un sano orgullo de pertenecer a una gran nación, diversa y complicada, con luces y sombras, pero con un lado luminoso que tantas veces los españoles nos negamos a ver.

Recordar con verdadero sentido histórico permite distinguir lo esencial de lo accidental y los valores perennes de su expresión condicionada y caduca. En el caso de nuestra Transición y su obra principal, la Constitución de 1978, para mí sobresalen cuatro valores imperecederos: la justicia, el diálogo, la amistad cívica y el bien común. En pos de ellos se entregaron estos tres padres de la Constitución sirviendo al pueblo español, así hoy son dignos representantes de muchos otros que bajo el liderazgo del Rey Juan Carlos y del presidente Suárez hicieron posibles las cuatro fructíferas décadas que celebramos. Y no por un «cualquier tiempo pasado fue mejor», sino por la convicción de que la política es una de las formas más altas de la caridad. La Iglesia enseña que desear el bien común y esforzarse por él es exigencia de justicia y caridad; pues se ama al prójimo tanto más eficazmente, cuanto más se responde a sus necesidades reales, y todo cristiano está llamado a ejercer la «caridad política», según su vocación y posibilidades.

I. Ubi societas, ibi ius: «Donde hay sociedad hay derecho/justicia» y por ende personas dedicadas a ello. La experiencia humana dice que sin sistema jurídico no es posible la convivencia, la participación y aún menos la democracia. En él ocupa un lugar preeminente, como ley de leyes, la Constitución que crea el marco de referencia normativo fundamental, con valores y reglas de juego que hacen posible un proyecto compartido, e impiden que dificultades, ataques o contratiempos que nunca faltan, echen por tierra el proyecto de convivencia forjado con tanta ilusión y esfuerzo, a veces incluso con sangre, sudor y lágrimas. Con discreción y casi como la sombra, que acompaña sin molestar, la Constitución está vigente en los tiempos de bonanza, pero su fortaleza y valor incalculable se aprecia, sobre todo, en los tiempos en que arrecian desafíos radicales. Uno de esos tiempos recios lo vivimos con el secesionismo catalán que, no por casualidad, arremete contra la monarquía parlamentaria, clave de bóveda de todo nuestro edificio. Saltarse la Constitución supone romper con la democracia: sobre ello no caben titubeos ni transacciones.

II. Sólo en el marco que crea el derecho/justicia puede darse un auténtico diálogo socio-político, en pos de la verdad. Sí, verdad en política, entendida como veracidad y también como búsqueda con integridad del bien posible para la comunidad. Claro que en la praxis política un «procedimiento argumental sensible a la verdad» (Habermas) es harto difícil porque, entre otras razones, sus actores -preferentemente partidos políticos- tienen como uno de sus objetivos principales la consecución de mayorías, y la vía más directa para lograrlas es satisfacer intereses particulares. Pero la verdad sufre, también, cuando la bondad de un discurso se mide principalmente por su eficacia persuasiva, y, por tanto, es lícito engañar con tal de convencer. Sin la verdad, el diálogo se vuelve una farsa y la política, un problema.

III. Ahora bien, ¿cómo vamos a dialogar si no nos fiamos unos de otros? El diálogo también necesita de la «amistad cívica» como condición social de posibilidad. El concepto se remonta a Aristóteles y señala que el significado profundo de la convivencia civil y política no surge inmediatamente del elenco de los derechos y deberes, toda vez que el campo del derecho es el de la tutela del interés y el respeto exterior, y el campo de la amistad es el de generosidad, la confianza y la gratuidad. La «amistad cívica» es hermana de la concordia, y juntas dan tierra fértil para el principio de fraternidad, que redimensiona los principios de libertad e igualdad. Esa «amistad cívica» que con tanta potencia acompañó la Transición, sosteniendo los pactos y el consenso constitucional, hoy está bastante enferma en España y en el conjunto de Europa.

IV. Los tres valores referidos -justicia, diálogo y amistad cívica- llaman al bien del vivir social, al bien común. El bien del «todos nosotros», de individuos, familias y grupos intermedios que se unen en la comunidad social. No es un bien que se busca por sí mismo, sino para las personas que integran la comunidad, con especial atención por los más indefensos y vulnerables. Y más que adaptarse a las preferencias individuales/grupales, proporciona criterios para evaluar tales preferencias. De ahí que la libertad personal no pueda ser pura autorrealización individual, ni expresarse la libertad soberana de un pueblo sólo teniendo en cuenta lo que desea una parte de él. Trabajar por el bien común empieza por cuidar las instituciones que estructuran jurídica, civil, política y culturalmente la vida social. Si el bien común consiste en el completo rango de condiciones que facilitan la realización humana, hay una parcela de él que compete al Estado, a la que el Concilio Vaticano II llamó «orden público»: el «bien común subsidiario» sin el cual no es realizable el bien común. Ahí radica la tarea de la política -condición de lo humano cuyo objeto es la convivencia social y cuyo recurso es el ejercicio del poder- que se corrompe si prescinde de la ética.

Si hoy nos viene especialmente bien hacer memoria de los valores/actitudes que «co(i)nspiraron» hace 40 años, no es para plagiar nada, ni para caer en lastimeras comparaciones. Es evidente que vivimos tiempos diferentes que reclaman soluciones nuevas, pero conviene no confundir la crisis del cambio de era en que estamos metidos con la crisis del marco constitucional. Es la primera la que está en pleno auge, no la segunda, aunque se utilice a la Constitución como chivo expiatorio. Ojalá los cambios que tengan que hacerse encuentren su momento adecuado y se hagan desde el espíritu que animó los acuerdos en la Transición. Y ojalá que, a pesar de tanta posverdad y licuosidad, los que lideren el país decidan practicar el arte de construir juntos futuro, en el presente, apoyados en la memoria vivificante de nuestra mejor historia, en la que nos reconocemos capaces de renuncias y esfuerzos solidarios y de diálogo en amistad cívica hacia el bien común, dentro del derecho y la justicia. La memoria agradecida tira de la esperanza.

Julio L. Martínez, S.J. es rector de la Universidad Pontificia Comillas ICAI-ICADE.

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