El Alá de los yihadistas se confunde con el diablo. Sobrecoge. La primera consecuencia política del asesinato de los humoristas: de repente, muchos de los problemas, ilusiones y pleitos que nos ocupan en Barcelona, París o Berlín, parecen de juguete. Comienza a hacerse verosímil la posibilidad de que el célebre “choque de civilizaciones” tenga lugar, no entre territorios distantes, sino en el interior de Europa.
El problema que de repente tenemos delante de las narices es colosal. Lo sabíamos. Tuvimos trágica noticia de ello con las masacres de la estación de Atocha (2004), pero entonces los dos grandes partidos españoles y sus compañías mediáticas forzaron una lectura en clave interna. Una lectura estupidizadora. El PP intentó colocar el foco sobre ETA durante años: trivializando la amenaza yihadista y haciendo hincapié en un problema viejo mientras cerraba los ojos a un problema nuevo de dimensión incalculable. La izquierda intentó culpar del problema a Aznar y el PP, lo que sólo es cierto parcialmente: es evidente que la invasión de Iraq fue un error mayúsculo, un error que pagaremos durante tantos años como tarde en estabilizarse el puzle que, con la caída de Sadam, desguazó la frontera cultural entre los suníes y los chiíes. Pero también es evidente que, aunque no se hubiera producido la segunda invasión de Iraq, ya teníamos noticia trágica de este peligro nuevo. El ataque a las Torres Gemelas (2001) fue la bestial presentación en sociedad de una nueva guerrilla posmoderna de adscripción islamista. Una fuerza estructurada en células autónomas, pagada con petrodólares, alimentada por el wahabismo de la respetable Arabia Saudí y con participación de muchos yihadistas nacidos o emigrados en Europa, lo que permite a esta guerrilla hacerse fuerte y arraigar entre la enorme bolsa de inmigrantes que se han instalado en la UE en los últimos decenios.
No hay que ser experto para deducir que los yihadistas franceses quieren provocar una reacción racista para conducir hacia sus posiciones a la población musulmana de Europa (que vive en barrios apretados y precarios, llenos de jóvenes sin futuro). Pero también es evidente que hay algo en la visión dominante de la religión musulmana que favorece el ensimismamiento de sus miembros y la tendencia belicista. Sé que hay otras visiones de Alá: refinadas y místicas (el Libre d’amic e amat de Ramon Llull y la mística española son deudores del legado sufí). Pero algo ha mutado en esta religión que la hace emparentarse con mucha facilidad con la muerte: de Manila a Somalia, de Nigeria a Pakistán, pasando por París o Madrid, tenemos noticia constante de matanzas en nombre de Alá.
El otro día en nuestro diario Tahar ben Jelloun, después del atentado, sufría por los musulmanes de Francia. Yo también sufro por mis amigos Malika y Mohamet. Pero algo tenemos derecho a exigir de la mayoría de musulmanes que viven entre nosotros. Los tenemos que defender y proteger, ayudar y promover. Pero debemos exigirles también más apertura cultural y más defensa (no puntual, como ocurre estos días, sino general y constante) de la preeminencia de los valores civiles democráticos por encima de los preceptos religiosos. En un país de tradición católica, pero casi sin practicantes, donde el catolicismo es criticado con mucha agresividad, no se puede dejar a la extrema derecha la crítica a los aspectos negativos de la tradición musulmana (que los hay). La crítica cultural es imprescindible para la integración: de otro modo, estaremos practicando un paternalismo que no lleva a ninguna parte, puesto que consolida el gueto.
Por otra parte, los europeos, que, en número tan alto, han arrinconado su religión, deben comprender que la religión, al menos para los musulmanes, es más que una vivencia personal: una identidad social. La religión no puede imponerse a la vida civil, pero es necesario que tenga un papel social. Entre otras razones, para favorecer el desarrollo teológico y organizativo del islam moderado entre nosotros. Dejar las mezquitas en el extrarradio en manos de imanes fanáticos y favorecer guetos depauperados en barriadas para los musulmanes es la mejor manera de trabajar para el progreso del yihadismo. Años atrás, durante la polémica de las caricaturas, escribí un artículo en el que, en la línea de The New York Times, no me sentía partidario de provocar a los musulmanes con burlas sobre Alá. No por miedo. Por sentido de la contención ante una realidad inflamatoria. Para abordar el choque de civilizaciones la mejor opción no parece la del elefante en la cacharrería. Ahora yo también soy Charlie Hebdo, ¡por supuesto! Pero sé que la defensa de los valores democráticos y el difícil trabajo de integrar a tantos musulmanes como tenemos en casa no se hace con proclamas retóricas. Ceder un poco y revisar las normas de la escalera parece la actitud más inteligente de aquel vecino que, constando que reside junto a alguien muy distinto en el mismo rellano, pretende facilitar la buena vecindad y estar en condiciones de exigir respeto. Lo primero que yo plantearía es el papel de la religión en nuestras sociedades. Hemos querido considerarlo algo privado. Ellos no dejarán que no tenga influencia pública.
Tambalea el esqueleto de nuestras sociedades: un colectivo musulmán, creciente y con identidad religiosa fortísima, ha entrado en vecindad con una cultura blanda, nihilista, que no aspira más que a satisfacciones sensuales. Espada y mantequilla. O reaccionamos replanteándonos qué somos, qué son y qué hacemos para vivir juntos o todos los discursos sobre la libertad de expresión de estos días, aunque bonitos, no servirán de nada.
Antoni Puigverd