La España centrifugada

Por Ignacio Camacho, director de ABC (04/09/05):

La gran capacidad de distribución de recursos y servicios en manos de las autonomías las ha convertido en gigantescos mecanismos clientelares sobre los que se han asentado nuevas modalidades de caciquismo. El reciente debate sobre la financiación de la sanidad no es más que la consecuencia de esta irresponsable centrifugación del poder público.

MUY mal deben de andar las cosas en el Partido Socialista para que una minoría tan sectaria como han sido habitualmente los guerristas haya acabado convertida en la última esperanza de racionalidad sobre el desquiciado modelo autonómico que se le escapa visiblemente de las manos al presidente Zapatero. Pocos factores, sin embargo, aportan en política tanta lucidez como el alejamiento del poder, y es evidente que la casi completa laminación del guerrismo en el actual «statu quo» del PSOE ha provocado un efecto de distanciada clarividencia en los antiguos guardianes de la ortodoxia del partido.

Nada debería extrañar la existencia de voces jacobinas en el seno de un partido teóricamente caracterizado por la defensa de un proyecto de izquierda nacional, si no fuera por la insensata deriva centrífuga a la que parece entregado un Gobierno incapaz de contener la voracidad de los nacionalismos. Aquel «carajal autonómico» del que habló Borrell -otro jacobino clásico- en sus tiempos de candidato malogrado se ha agudizado de una manera tan alarmante que ahora hemos de asistir a la estupefaciente discusión de un texto estatutario como el de Cataluña, en el que se propone con toda tranquilidad fijar con carácter blindado no sólo las competencias que ha de tener la comunidad autónoma, sino... ¡las que puede o no conservar el Estado! Ante semejante escalada del disparate, disfrazado de federalismo o abiertamente secesionista como el nunca difunto plan Ibarretxe, lo menos que se puede pedir es que algunos socialistas conserven el grado mínimo de sensatez para tratar de impedir la desaparición de España como concepto.

Conviene recordar, por lo demás, que Guerra tuvo siempre reparos al auge autonomista, que en tiempos del gonzalismo trató de contener con aquella LOAPA finalmente encallada en la pinza de las reclamaciones nacionalistas y de la propia liberalidad del texto constitucional. Por desgracia, la perspectiva del tiempo le ha dado la razón ante la evidencia de un mapa político despiezado en el que el Estado va quedando reducido a un mero mecanismo legislador al que ni siquiera se respeta la potestad de velar en todo el territorio por el cumplimiento de las leyes que elabora.

En su ya célebre entrevista del número 126 de la revista «Temas», cuyo consejo editorial controla e inspira, Alfonso Guerra pronunció frases de una contundencia tan irrebatible como desgraciadamente ausente en el debate político del PSOE. Me permito recordar algunas, al hilo del debate planteado este fin de semana en el Comité Federal: «No se puede descalificar como inmovilistas, centralistas o franquistas a quienes dicen que no quieren cambiar la Constitución». «España es el tercer país más descentralizado del mundo, después de Canadá y Australia». «El que sostenga que hay mucho margen para incrementar las competencias es porque busca la desaparición del Estado». «Se están derivando los derechos individuales hacia los derechos territoriales, y se está fragmentando la soberanía». «La reforma que se está haciendo a través de los estatutos implica una sistemática violación de los preceptos constitucionales». ¿Qué diría cualquiera de los socialistas en el Gobierno si estas opiniones procediesen de un miembro del PP, que, por otra parte, podría suscribirlas sin ningún género de dudas?

Por alguna razón, sin duda de índole coyuntural, de apoyos parlamentarios, pero también quizá de origen conceptual -el proyecto rupturista o revisionista de Zapatero, basado precisamente en la concepción federal a la que González tuvo que renunciar por pragmatismo, y recuperada por este presidente para aislar al PP y cimentar una nueva mayoría con los nacionalistas-, esta clase de consideraciones está cayendo en saco roto dentro de la actual mayoría dominante del PSOE. Se trata de afirmaciones plenamente coherentes con la tradición nacional del partido, pero su aceptación implicaría de modo inexorable la búsqueda de una alianza estratégica con el Partido Popular para sujetar el control de lo que queda -que no es mucho- del Estado.

Paradójicamente, la aplicación de los programas de reformas estatutarias en marcha, auspiciados o tolerados por el Gobierno, podrá consolidar a Zapatero en el poder pero conduce hacia la merma de autoridad y poder del propio Gobierno, que a la larga quedará reducido a la condición de un mero gabinete de coordinación, como son ya, de hecho, ciertos ministerios vaciados de contenido por la descentralización autonómica: Cultura, Sanidad, Vivienda, Medio Ambiente, Educación...

Porque lo que viene ocurriendo en España en los últimos veinte años, con la anuencia de todas -todas, insisto- las fuerzas políticas, no ha sido otra cosa que la configuración de unos poderes autonómicos que han reproducido, con gran velocidad y enorme voracidad de gasto, el aparato a escala del Estado central. La gran capacidad de distribución de recursos y servicios en manos de las autonomías las ha convertido en gigantescos mecanismos clientelares sobre los que se han asentado nuevas modalidades de caciquismo social y político.

Y esto es válido tanto para las comunidades gobernadas por el PSOE como por el PP, y por supuesto aún más en las sometidas al imperio nacionalista. De hecho, no hay más que comprobar cómo los discursos de gobierno y oposición resultan perfectamente intercambiables según la condición de cada cual en cada territorio: el PSOE que denunciaba la longevidad de Fraga no ha sido capaz de encontrar recambio para Chaves o Rodríguez Ibarra; las denuncias de clientelismo formuladas contra el PNV o el pujolismo son las mismas que recibía Bono en sus tiempos de presidente manchego; Zaplana o Gallardón, cuando gobernaban en Valencia y Madrid, eran acusados del mismo derroche y endeudamiento que su partido ataca en Andalucía. Sólo las alternancias operadas en algunas comunidades han permitido aliviar la degradación política... hasta que se consoliden los sustitutos mediante idénticos mecanismos de despilfarro, abuso de poder e institucionalización de los partidos.

El reciente debate sobre la financiación de la sanidad no es más que la consecuencia de esta irresponsable centrifugación del poder público. Nadie ha puesto diques al gasto disparado en las autonomías -nacidas, no se olvide, para racionalizar la gestión- y a su insaciable voracidad financiera, y nadie está dispuesto, y ellas menos que nadie, a asumir el coste político de la corresponsabilidad fiscal para sufragar sus caprichosas políticas de clientela. Que pague el Estado. Un Estado al que los más osados quieren arrebatar también la potestad tributaria, para mejor desligarse de cualquier compromiso de solidaridad nacional, que es, al fin y al cabo, lo que sostiene o ha sostenido hasta ahora el proyecto que conocemos como España.

Y eso es lo que está en juego bajo la deriva de los nacionalismos excluyentes y sus reformas estatutarias: el concepto de una nación dispuesta a sostenerse como un marco de igualdad de derechos para todos sus ciudadanos. Lo trágico del caso es que sólo el PP y una minoría socialista desplazada parecen advertirlo mientras el Gobierno baila del brazo de unos aliados irresponsables que quieren acabar bailando solos... y no pagar a la orquesta.