Albert Camus comienza su obra El mito de Sísifo con las siguientes palabras: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale la pena o no de ser vivida es responder a la cuestión fundamental de la filosofía». Una decisión de carácter personalísima que puede extrapolarse sin embargo al ámbito social, y en este caso a los ciudadanos de esta España constitucional. Pues bien, no les puedo ocultar que las palabras del existencialista escritor francés me persiguen cuando asisto perplejo y alarmado a la suicida demolición de nuestros principios y valores constitucionales, y al irresponsable derribo de las instituciones.
Es comprensible la desazón de la ciudadanía ante una severísima y larga crisis económica con un efecto devastador sobre el empleo. Es comprensible el desencanto ciudadano ante la pérdida de referentes de la Política con mayúsculas, y ante tanta acción cortoplacista, ramplona y de bandería, cuando no nos vemos asaltados por la desasosegante lacra de la corrupción. Es comprensible la desafección cívica ante la ausencia de compromiso, de grandeza de espíritu y de saber hacer de muchos de quienes están al frente de unas instituciones que, disfrutando de legitimidad de origen, la que brindan los regímenes democráticos como el instaurado por la Constitución de 1978, no cumplen con la legitimidad de ejercicio; esto es, la presidida por la decencia, la competencia y la eficacia. Es comprensible el alejamiento de los españoles de una democracia representativa, haciendo suyos los recelos de Rousseau en El Contrato social («Los ingleses creen que son libres, pero sólo lo son un día cada cinco años: el día de las elecciones»), secuestrada por una malhadada partitocracia más atenta a la satisfacción de políticas endogámicas y de facción que de las cuestiones que preocupan a la ciudadanía. Pero de ahí a poner en entredicho cada uno de nuestros referentes de convivencia, cada una de las instituciones, y el mismísimo modelo representativo, hay un salto incomprensible, salvo que hayamos perdido la cabeza o queramos suicidarnos colectivamente.
Siempre he pensado que este país no es diferente. Siempre he pensado que nuestra historia es, con sus luces y sombras, como la de los Estados de nuestro entorno. Siempre he creído pertenecer a un pueblo curtido y sabio. Siempre he creído en una Nación que asume hoy su pasado, impulsa su presente y desea mejorar su futuro. Aunque no es menos cierto que debemos dar ya un decidido golpe de timón, y además pronto, si no queremos vernos arrastrados al peor de los precipicios y al suicidio colectivo. ¿O es que va a ser finalmente cierto que los españoles sentimos la irrefrenable necesidad, cada cincuenta años, de aniquilar lo tan costosamente construido? Me niego a compartir las tesis –todavía– de muchos foráneos, como el ensayista británico John Berger en su reciente obra The Successand Failure de Picasso, de que España sea «un país atado a un potro de tormento». Por más que la situación actual sea preocupante.
De entrada, los españoles seguimos siendo incapaces de asumir con orgullo nuestra pertenencia a una Nación, de relevancia en la historia del mundo, y con vocación de protagonismo futuro. Qué lejanas quedan, en unos españoles extrañamente acomplejados, las bellísimas palabras de la Constitución de 1812: «El amor a la Patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles (artículo 6)». Paralelamente, la Constitución de 1978 sigue sin disfrutar, treinta y cinco años después, del respeto y el afecto de unos españoles, antes súbditos, y hoy ciudadanos gracias a nuestra Carta Magna. Nuevamente, y a pesar de haber transcurrido doscientos años desde la Constitución de Cádiz, sus mandatos producen envidia: «Todo español está obligado a ser fiel a la Constitución» (artículo 7). La Constitución es, como todas las obras humanas, imperfecta, y requiere en su momento de una reforma que permita a las jóvenes generaciones, como decía el presidente Jefferson, participar en la fijación de sus normas de convivencia y acomodar sus preceptos a las sobrevenidas exigencias. Pero su descalificación gratuita, su ninguneo reiterado y sus frecuentes violaciones son injustificables y peligrosas.
En el ámbito territorial del Estado, y en la intangible preservación de la unidad de la Nación española, las cosas tampoco están mejor. Las quiméricas ensoñaciones soberanistas de secesión y de construcción de un Estado propio, primero en el País Vasco, y ahora en Cataluña, son inquietantes. Se desconoce la historia común, se infringe el marco constitucional, se desprecia el orden legal y, sobre todo, se sustrae al resto de los ciudadanos españoles, ¡que también tendríamos mucho que decir! Algo que ignoran, subidos al rédito electoral o a la connivencia momentánea, el Partido Socialista de Cataluña y el antes fiscal general de Cataluña. No estaría de más recordar a tan conspicuos políticos y sesudos juristas la lectura íntegra de la Sentencia del Tribunal Supremo de Canadá, de 20 de agosto de 1998, sobre «el derecho a decidir» de Quebec, y los irrenunciables derechos de consulta de los demás ciudadanos canadienses. En tan desasosegante deriva hasta se anuncia grandilocuentemente una segunda Transición. ¡Y yo pensaba que la Transición finalizó satisfactoriamente hace casi cuarenta años, y que tales procesos sólo se explican por el paso de regímenes autoritarios a democráticos! Algo que no es incompatible con una necesaria, profunda e inmediata regeneración política.
Y por si fuera poco, asistimos desde determinados medios, unos por frivolidad, otros espuriamente, a un indigno acoso a la Jefatura del Estado. Una Monarquía parlamentaria que sirve de símbolo de unidad y permanencia, y que ejerce unas impagables competencias, au dessus de la melée, en tanto que pouvoir neutre, de arbitrio y moderación regular de las instituciones. Y un Monarca, Don Juan Carlos, que merece, no disparatadas solicitudes de abdicación, traumáticas en la historia de España —la de Felipe V en su hijo Luis, y las de Carlos IV y Fernando VII en Napoleón—, sino agradecimiento y aprecio.
Yo no me quiero suicidar. Espero que ustedes tampoco.
Pedro González-Trevijano, rector de la Universidad Rey Juan Carlos.