La España de Azaña (4)

La sociedad española ha tenido históricamente el suficiente empuje para aprovechar los escasos periodos de paz y moderación de que ha disfrutado para institucionalizarse y crecer, pese al constante mal gobierno que le ha deparado una clase dirigente “asentada” sobre el Estado, al que hasta hoy ha venido considerando una “finca particular” o el gerente de una “sociedad de socorros mutuos”, con la lógica consecuencia de que lo ha usufructuado de continuo en beneficio propio.

Así, durante la década moderada del siglo XIX se sentaron las bases del Estado moderno y, un tiempo después, en los primeros lustros de la Restauración canovista, España creció económicamente e hizo posible lo que luego se llamó la Edad de Plata de la cultura española. Pero los años constructivos de mediados del XIX acabaron con la caída de Isabel II, por su grave desorden personal y –lo que es peor– la falta de distinción entre negocios y política, agravada por un modelo de desarrollo económico focalizado en el Estado. De hecho, nadie pensaba en los negocios públicos más que para canalizarlos en beneficio de sus intereses privados. La máquina del Estado acabó por adoptar los procedimientos de una empresa particular en la que todas las operaciones se hacían con vistas al beneficio que los socios podían obtener. De un modo parecido, la Primera Restauración –la canovista–, que ya había sido incapaz de afrontar con una mínima racionalidad y visión larga la cuestión cubana (lo que provocó el desastre de 1898 y el gemido incesante y estéril de aquella generación), entró en crisis a partir de 1913, cuando Antonio Maura reconoció que los partidos –simples hechuras de un sistema oligárquico y caciquil que excluía a media España– eran “incapaces” de gobernar. Y pasó lo que tenía que pasar: tras unos efímeros gobiernos de concentración, llegó la primera dictadura del siglo XX, la de Primo de Rivera, que se agotó en sí misma, arrastrando con ella a la monarquía.

“¡Que no se ha marchao, que le hemos echao!”, gritaba el pueblo en Madrid, refiriéndose a Alfonso XIII, tras la proclamación de la Segunda República. Este grito expresa bien lo que quiso ser la República: un cambio profundo de la nación española, fundado en la tardía asunción operativa de los principios del liberalismo cultural y del liberalismo político, lo que exigía el derrocamiento de la monarquía y la separación de la Iglesia y el Estado, configurado este como laico. Lo que a su vez suponía el derrocamiento del edificio institucional que, dibujado con voluntad integradora por Balmes, había cuajado al fin en un sistema insostenible por su injusticia y por su ineficiencia. Juan Velarde lo expresó con justeza, al decir que “lo que tenían en su mente todos los españoles no vinculados a la oligarquía dominante” era que “lo logrado no (suponía) nada ante lo que se podría conseguir con una nueva política”.

Manuel Azaña encarnó, para amigos y enemigos, esta nueva política, este ideal republicano, que –en palabras de Santos Juliá– se concretaba así: “Será preciso (…) crear un Estado que no sea oligárquico sino nacional, y que no podrá ser ya monárquico sino republicano, confundida como está la monarquía con la oligarquía que había construido su Estado como instrumento para la defensa de sus inmediatos intereses”. Lo que exigía un proceso de liberación de energías sometidas a la Corona, a la Iglesia, al ejército, a los caciques… Este nuevo Estado republicano tenía que resolver el llamado “problema catalán”, que es, en realidad, el problema de la estructura territorial del Estado que está planteado desde la Constitución de Cádiz y que rebrota cada vez que España recupera la libertad. Un problema al que Azaña se refirió con estas palabras: “El problema catalán, el problema de las autonomías españolas, es un hecho y no nos ha caído a nosotros de una teja el 14 de abril; existe desde hace muchos años”. Por ello, “la República puede y debe elevar(lo) al rango de problema capital y fundamental en la organización del Estado”, pues “la Constitución contiene tales bases para organizar el Estado español, que permite resolver en fórmulas de armonía y de colaboración las divergencias históricas peninsulares”.

Azaña también dijo que “la República será republicana, es decir, pensada y gobernada por los republicanos”, lo que no es precisamente una expresión afortunada, aunque en su pensamiento quisiese decir que “será democrática o no será”. En todo caso, buena parte de España no asumió su proyecto y después vino lo que vino: una guerra fratricida y una dictadura interminable –la de Franco–, segunda edición, corregida y aumentada, de la de Primo de Rivera. Total, que España siguió sin ser capaz de conformar un Estado fuerte basado en la libertad y en la democracia, porque las dictaduras nunca son prueba de la fortaleza de un Estado sino de su debilidad, ya que precisan de la ortopedia del ejército para subsistir.

Juan-José López Burniol, notario.

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