La España de Balmes (3)

Hacia 1840, España vivía en un permanente estado de conspiración cívico-militar. La revolución y la primera guerra carlista se habían enseñoreado del país. Impotencia y barullo eran los rasgos que definían aquel instante. La casta social asentada desde siempre sobre el Estado, consolidada e incrementada por la desamortización, quería orden y estaba dispuesta a sacrificar, para lograrlo, espacios de libertad. Por esta razón, el liberalismo económico arraigó pronto en España (el primer Código de Comercio es de 1829), mientras que se demoró sine die la aceptación del liberalismo cultural y del liberalismo político (la secularización del derecho de familia ha llegado a España con dos siglos de retraso).

En esta situación, un clérigo catalán inteligente y pragmático –Jaume Balmes– escribió: “La debilidad del poder es la enfermedad más radical de que adolecemos tiempo ha y de la que podríamos adolecer por largo espacio”. Por ello consideraba la cuestión dinástica –pretexto de la primera guerra carlista– “una de las mayores calamidades” que podría sufrir un país. Entendía que, terminada la guerra y agotada la revolución, había llegado la oportunidad de construir un Estado, implantar una administración y aprobar unos códigos, es decir, de proporcionar seguridad a los negocios y a las empresas, ofrecer garantías a la propiedad y alcanzar en todos los órdenes de la vida “el justo medio”. Para ello, en lugar de apostar por una dictadura, como hizo en algún momento Juan Donoso Cortés, trabajó con gran sentido práctico en la búsqueda de un sistema que armonizase derechos e intereses y se concretase en una legalidad que, amparando a todos, hiciese imposible una nueva guerra civil y fundase sólidamente la paz.

Es por ello injusto ver a Balmes –tal como hizo el joven Menéndez y Pelayo en su Historia de los heterodoxos españoles, aunque luego rectificó– como un gran pensador de la reacción tradicionalista. Lo que han repetido cuantos no le han leído: Unamuno, Ortega, Artola, Tuñón... Ha sido Ferrater Mora quien mejor ha destacado la originalidad del pensamiento de Balmes, que parte, con acusado pragmatismo, de la necesidad de aceptar la realidad de las cosas para poder incidir sobre ellas. Así, su análisis frío y desapasionado de los hechos admitió que la sociedad tradicional –la anterior a la época de las revoluciones– había perecido y que, por consiguiente, el absolutismo no tenía porvenir y el carlismo no podía ser considerado una opción política seria. De ahí que, en el pensamiento de Balmes, debía atenderse con urgencia a la inaplazable reorganización de las sociedades europeas que, a resultas de la revolución, habían quedado seriamente desestructuradas. Y esta reorganización se debía acometer aproximándose al liberalismo y a la democracia, unas realidades objetivas que en nada tienen por qué afectar en principio a la religión, además de poseer ellas mismas unas imborrables raíces cristianas. Por eso Estados Unidos ofrecía para Balmes –según López Arriba– “el ejemplo de cómo la democracia puede también ser un sistema de orden, progreso y respeto a los valores del humanismo cristiano (…), más y mejor que el absolutismo austriaco o ruso de la época, o que el derrotado carlismo”.

Puede afirmarse, por tanto, que, con Jaume Balmes, el conservadurismo español evolucionó desde la contrarrevolución pura y dura –es decir, desde la propuesta de retorno al mundo mental y al orden político social del Antiguo Régimen– hasta un planteamiento liberal encarnado en un nacionalismo moderno. Lo que significaba aceptar la nación española como la comunidad política básica, siempre que se asentase sobre los dos pilares que, según Balmes, la vertebraban: la monarquía y el catolicismo. Esta es la aportación básica –axial– de Jaume Balmes al pensamiento político español del último siglo y medio, que se ha hecho operativa más de una vez con innegable éxito inicial: así en la Primera Restauración canovista y –por lo que hace a la función cohesionadora de la monarquía– en la Segunda Restauración juancarlista. La otra idea fuerza política de Balmes fue su constante apuesta por el acercamiento entre moderados y carlistas, lo que, en el fondo, no era más que el instrumento para lograr la consolidación de la nación española fundada en el catolicismo y encarnada en la monarquía.

¿Tiene sentido recordar hoy a Balmes? No, por supuesto, por su propuesta política concreta, tributaria de unas circunstancias de tiempo y de lugar muy lejanas, sino por su actitud al encarar la problemática política de entonces. Una actitud marcada por dos rasgos: la aceptación sin reservas de la realidad, es decir, de la fuerza normativa –de la inexorable tozudez– de los hechos; y el reconocimiento de que, en una sociedad moderna, no hay solución a ningún problema que no se fundamente en la libertad expresada de forma democrática. Todo ello, con espíritu de concordia, sin agraviar al adversario, con predisposición transaccional y voluntad de pacto. Justo lo que hoy no tenemos.

Juan-José López Burniol, notario.

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