La España de Felipe VI

Tal vez hubiera tenido que titular «Felipe VI de España», porque España ya no pertenece a sus reyes, sino sus reyes pertenecen a España. Pero mantengo la vieja asignación porque, a estas alturas, todo el mundo entiende que España pertenece a los españoles. Lo que puede ser su principal problema. Pero esa es otra cuestión.

¿Cuál es la España que hereda –otro anacronismo– Felipe VI? Desde luego, una España muy distinta a la que heredó su padre mucho más pobre, aislada y retrasada del resto de los países europeos. Pero ¿es más o menos conflictiva que aquella, que a la postre es lo que importa? Sinceramente, no sabría decírselo pues mucho dependerá del punto de vista con que se la mire. Si en 1975 era mucho más fácil gobernar, al estar todos los poderes del Estado en unas solas manos, hoy esos poderes se han dispersado hasta el extremo de resultar difícil conciliarlos. Aunque el hecho de que estemos integrados en Europa y tengamos una democracia –en bastantes aspectos solo formal– nos da un respaldo que entonces no teníamos. Así que podría decirse que los problemas que afrontó el padre y los que ahora afronta el hijo, aunque muy distintos, son del mismo calibre: el primero tenía que traer la democracia a España. El segundo tiene que conseguir que esa democracia funcione plenamente.

Y la primera paradoja al abordar el reinado de Felipe VI es que se le pide que haga algo antidemocrático, algo que sobrepasa sus poderes, que haga algo anticonstitucional. Lo que demuestra lo mucho que le falta a España hasta ser una auténtica democracia y a los españoles, para ser verdaderos demócratas. Bueno, a algunos, o bastantes, de nosotros.

No había acabado de jurar su cargo, cuando ya estábamos pidiendo el nuevo Rey que hiciera lo que cada uno considerábamos más importante, más urgente, fuese o no legal. Los primeros en hacerlo han sido los nacionalistas vascos y catalanes, que le piden que se meta en política, como alguno de sus antepasados, y fuerce al Gobierno a aceptar lo que ellos vienen pidiéndole infructuosamente, a saber: una consulta soberanista los catalanes y la ampliación de sus actuales prerrogativas los vascos. Una doble ilegalidad, pues los poderes del actual Rey son considerablemente inferiores a los que recibió su padre. Don Juan Carlos podía designar presidente del Gobierno y pedirle su dimisión, algo a lo que, entre otras muchas cosas, renunció. Su hijo debe limitarse a «arbitrar y moderar el funcionamiento de las instituciones», nunca a intervenir directamente en el Gobierno de la nación. Y, por si eso fuera poco, esa consulta y esas prerrogativas que le piden son un paso más hacia la independencia de dichos territorios. Cuando el primer deber del Monarca es mantener la unidad e integridad de España. O sea, que se le está pidiendo que incumpla sus deberes constitucionales. Aunque ¿qué les importa a los independentistas la Constitución, de la que cogen lo que les conviene y echan al cesto de la basura el resto? Ellos se rigen por una ley más alta, más sagrada, la del «pueblo», ese ente abstracto, difuso, quasi divino, en el que se han apoyado todos los dictadores para hacer lo que les da la gana, pues el pueblo como tal no existe. Existen los individuos, los ciudadanos, y cada ciudadano es distinto, como son distintas sus intenciones, sentimientos, filias, fobias, y meter a todos en el mismo saco es pecado de lesa democracia. Por eso la desprecian –en realidad, la odian– tanto los radicales de izquierda y de derecha como los nacionalistas compulsivos, que se mueven en un plano distinto al del ciudadano corriente, aunque se presentan como sus mayores defensores. La experiencia nos demuestra cómo le tratan luego, de llegar al poder: como mera masa a la que manejan borreguilmente.

¿Cómo va a afrontar Felipe VI este desafío, que muchos consideran el más grave y urgente de su reinado? Dios me libre de darle consejos, que le sobran. Lo único que puedo decir al respecto es cómo no va a resolver ese problema: concediéndoles lo que le piden. Primero, porque nos se contentarán con ello, sino que, según su costumbre, seguirán pidiendo más. Y segundo, porque estaría sobrepasando sus competencias. Así que va a necesitar todos sus conocimientos –que son muchos–, toda su experiencia –que sin ser la de su padre ya es considerable–, todo su tacto –del que viene dando buena muestra– y toda su energía –que va a necesitar–, para encontrar solución a un problema que parece no tenerla y, sin embargo, la tiene. La tiene porque, contra todo lo que se nos viene diciendo, no se trata de un problema histórico, ni emocional, ni siquiera prioritario, como el de la crisis. Se trata de un problema político y, en democracia, todos los problemas políticos son problemas legales. Y los problemas legales tienen una solución: cumplir las leyes.

En cuanto al problema económico, que sigue siendo muy grave, cae aún más en las atribuciones del Gobierno, que nos asegura está en vías de solución, aunque reconoce que queda todavía un largo trecho hasta solucionarse. Ojalá no se equivoque. El Rey lo más que puede hacer es apoyarle y, a la vez, recordarle que ese trecho no debe recorrerse solo a costa de quienes más han sufrido y aún sufren, al tiempo que usa sus relaciones internacionales para defender los intereses de España. Sin llegar a tener la influencia de su padre, noto en esos círculos auténticos deseos de que el reinado de Felipe VI sea un éxito, como lo fue el de don Juan Carlos. Por el bien de esta aldea global en que se ha convertido el planeta.

En este terreno, puede que el mayor obstáculo, habiendo tantos y tan graves, no es lo que falta todavía hasta la plena recuperación, sino convencer a los españoles de que esa recuperación no va a consistir, como las anteriores, en volver a los «buenos viejos tiempos», aquellos en los que el puesto de trabajo estaba asegurado de por vida, el aumento del sueldo garantizado cada año, las vacaciones cada vez más amplias y la jubilación cada vez más temprana. Eso se acabó, no solo para los españoles, sino para todos los europeos. La recuperación consistirá en mantener nuestra competitividad frente a las potencias emergentes y en conservar las partes fundamentales del Estado de bienestar, como la sanidad, la educación y las pensiones. Junto a una implicación de los ciudadanos mucho mayor de la que veníamos teniendo en nuestro propio bienestar y en el del Estado.

Porque el Estado somos nosotros. Y nosotros podemos ser nuestros peores enemigos, como la experiencia nos muestra. Ese es el gran desafío de Felipe VI, que Dios y la Constitución guarden.

José María Carrascal, periodista.

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