La España de la gente poco importante

La Historia Universal –escribió Carlyle en su Tratado de los Héroes– es, «en lo esencial, la Historia de los grandes hombres». Margaret Macmillan, rectora del St. Antony’s College, de Oxford, en su ensayo Las personas de la Historia (2017), aclara oportunamente que el historiador escocés no veía tanto a sus héroes como «[…] hacedores de la Historia, sino más bien como personas que recogían el sentimiento de una época en particular, o que fueron capaces de ver con más claridad hacia dónde se dirigía la sociedad o qué necesitaba». No es preciso insistir en la evidente simbiosis entre la sociedad y sus carlyleanos héroes, si por tales hay que tener también a sus conductores más o menos notables. Ocurre, sin embargo, que, en ocasiones, parece como si ambos se dieran la espalda para emprender caminos divergentes, si no opuestos. Ortega y Gasset proponía distinguir entre aquellas dos Españas que, aún viviendo juntas, se ignoraban mutuamente: «[…] una España oficial –decía– que se obstina en prolongar los gestos de una edad fenecida, y otra aspirante, germinal, una España vital, sincera, honrada, la cual, estorbada por la otra, no acierta a entrar de lleno en la historia».

José Andrés-Gallego es autor de otro libro ilustrativo por la realidad social a que se refiere. Se trata de su Historia general de la gente poco importante (1991). En él se da razón, con respecto a una determinada época de la historia de Occidente –hacia 1789–, no sólo de los héroes, de los hechos políticos, económicos, bélicos o diplomáticos, sino de la relación de éstos con el acontecer vital de ese sujeto activo-pasivo de la historia que es, simplemente, la gente. Y la pregunta surge inmediata: ¿Qué siente la gente de España en la hora actual? ¿A qué aspira en realidad y en qué medida la política satisface sus necesidades y aspiraciones? ¿Vive la gente en sintonía con el acontecer de la España oficial? ¿Resuelve ésta sus problemas ordinarios, básicos? Me temo que no.

Desde las pasadas elecciones en Andalucía viene observándose la inusitada emergencia de un sentir popular ajeno, cuando no contrario, al comportamiento y proyectos de la partitocracia imperante. Me refiero al estado de opinión que es fácil pulsar en toda clase de ambientes no oficiales, por caracterizarlos de algún modo. Se evidencia un verdadero hartazgo de la política en la peor de sus acepciones, porque lo que al «hombre del traje gris» –al personaje cuya rutina vital narra Sloan Wilson en su célebre novela– o, si se prefiere, lo que a Juan Español preocupa, lo que de verdad espera y a lo que tiene natural derecho, es a que se resuelvan o hagan más llevaderos sus problemas cotidianos. Parece, sin embargo, que la política en España consiste en crearle nuevos problemas a nuestro amigo Juan, no en resolver los que ya tiene. Lo público ha penetrado de tal forma en su esfera personal y familiar que le resulta difícil hallar parcela alguna de autonomía, de capacidad para darse normas y actuar con libertad en asuntos esenciales. Todo se lo han reglado o lo intentan. Y parece que a partir del 28-A habrá todavía más de lo mismo. Lo dijo Unamuno en otro momento crucial de nuestra historia contemporánea, en 1898 y en el DiariodelComercio de Barcelona, precisamente: «Hay que convencerse de que en España los Gobiernos y las clases llamadas directoras, más bien que hacer necesitan dejar hacer, y en lugar de forzar al pueblo por caminos en él desusados, apartar los obstáculos que […] se le han puesto al destruir las fuentes de su íntima vida económica y religiosa». Sí, también en la religiosa, mediante la tenaz imposición de un nacional-laicismo totalmente ajeno a sus auténticas señas de identidad cultural, varias veces centenaria.

La España de la gente poco importanteJuan Español se encuentra literalmente acosado por un sinfín de normas ideológicas emanadas de las Administraciones públicas con el propósito de dividir y enfrentar a los ciudadanos entre sí. Hasta las Administraciones municipales, sobrepasando los límites de sus competencias específicas (bien prosaicas en su origen, por cierto: limpieza viaria, recogida de residuos urbanos, transporte, ordenanzas, etc.), se arrogan el derecho a inmiscuirse en el sentir popular tratando de infundirle extrañas ideologías. Y tal influencia no es sólo ejercida por identificables fuerzas políticas en pos de una hegemonía cultural de cuño gramsciano, puesto que también la propician otras corrientes de signo contrario, tanto por acción como por omisión. Es bien conocida la aseveración de Edmund Burke: «[…] lo único necesario para el triunfo del mal es que los buenos no hagan nada». Aunque quizá ello se deba a que los buenos no han encontrado todavía cauce propio de representación política.

Ideología de género, violencia machista, movimiento LGTBI, inclusivismo, neofeminismo, animalismo, nacional-laicismo (cuando no explícita cristiano fobia ), supra nacionalismo, inmigracionismo buenista, ne o panteísmo ecologista( que no ecologismo racional y responsable ), movimiento santi taurino y contra la caza, inmersión lingüística, memoria histórica, homofobia, delito de odio, xenofobia, abortismo, muerte digna, eutanasia, suicidio asistido, etc., son, todos ellos, términos expresivos de otras tantas líneas de subversión cultural con un objetivo común: el cambio radical de la sociedad mediante la aniquilación de los valores sobre los que la misma se asienta. O sea, eso que llaman ingeniería social como objeto espurio de la política. Y la cuestión se hace crónica por la vigencia inderogable de lo que el profesor Dalmacio Negro denomina Ley de hierro dela oligarquía, una de las pocas leyes que, al parecer, vertebran lo político: «El poder viene siempre a recaer en manos de unos pocos, independientemente de si la forma política es monárquica, aristocrática o democrática». Viene ello a completar la opinión de Karl Jaspers, cuando en 1965 advertía: «Nos dejamos dominar por una oligarquía que se elige a sí misma. Sólo cuando va a haber elecciones se dirige a sus súbditos. Conceder su voto es el único acto político del pueblo, pero se realiza sin saber lo que se hace».

No ha de extrañar, por tanto, el desencanto de la gente poco importante de nuestro país cuyos problemas reales se ignoran o manipulan demagógicamente. Una encuesta del CIS realizada el pasado mes de agosto revelaba que el 87,8 % de los españoles consideraba mala o muy mala la situación económica, y que la situación política tenía el mismo carácter para el 64% de los encuestados. En cuanto a las preocupaciones concretas de los ciudadanos, otro sondeo del CIS enumeraba como más comunes, entre otras, las siguientes: estabilidad en el empleo; pago del alquiler o la hipoteca; deudas bancarias; coste de la energía; futuro económico personal; salud; consecuencias del envejecimiento; delincuencia; corrupción; inseguridad jurídica; «okupación» de viviendas; esfuerzo fiscal por los impuestos fijos; etc.

Y lo más grave es que la lluvia ácida de las ideologías totalitarias que sufre la gente común se financia mediante la desorbitada presión tributaria que sobre ella misma se ejerce. El mismo Ortega lo advirtió ya en 1929: «La espontaneidad social quedará violentada una vez y otra por la intervención del Estado […] La sociedad tendrá que vivir para el Estado; el hombre, para la máquina del Gobierno», y no al revés. Todo parece indicar que, desgraciadamente, a partir del 28-A el chaparrón va a arreciar.

Leopoldo Gonzalo y González es catedrático de Hacienda Pública y Sistema Fiscal.

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