La España de los ingratos

Las noticias que vienen apareciendo de un tiempo a esta parte en la prensa a vueltas con la creación de una plataforma que podría representar a las provincias de la España rural y de interior (la España vacía, según la célebre definición de Sergio del Molino) recuerdan aquella sentencia de Faulkner, quien sostenía: «El pasado nunca muere. De hecho, ni siquiera es pasado». Y es que una parte de estos discursos recuerdan a los que se oían en nuestro país hace un siglo, aunque todos lo hayamos olvidado ya. Para entender el porqué de este retorno es bueno volver a los clásicos e iluminar así nuestro presente, como sostiene siempre el maestro latinista Emilio del Río, ya que sólo teniendo claros los conceptos podremos tener un debate público de calidad. La modernidad política se articuló en España a través de las cuatro grandes rupturas que fijaron de manera canónica Seymour Lipset y Stein Rokkan en los años 60 del pasado siglo XX. De hecho, detrás de esas rupturas están gran parte de los conflictos de políticos que sacudieron España durante casi todo el siglo XIX y gran parte de la primera mitad del XX.

Es más, nuestro país llegó a la II República con las cuatro rupturas en plena ebullición: capital contra trabajo, centro frente a la periferia, Iglesia frente al Estado y mundo agrario frente al mundo urbano. Por eso, en nuestro sistema político de los años 30 todas esas rupturas estaban representadas de una u otra manera en los partidos: partidos de izquierda y de derecha, partidos nacionalistas frente a partidos centralistas, partidos confesionales frente a partidos declaradamente antirreligiosos y partidos agrarios frente a partidos netamente urbanos. La intensidad de estas cuatro rupturas y las dificultades para resolverlas está, además, detrás del fracaso de la experiencia republicana que desembocó en la terrible Guerra Civil en 1936. La larga dictadura franquista surgida de la contienda, así como el crecimiento económico del país a partir de los años 60 trajo consigo un proceso de secularización y de emigración a la ciudad que cambió para siempre la faz del país.

La España de los ingratosDe hecho, ese es el cambio social más importante que se ha producido en España en los últimos dos siglos: el país que se consolida en los años 80 y 90 es una España muy diferente de todas las anteriores, y por eso dos de las rupturas se dieron por superadas con la llegada de la democracia, ya que la sociedad española rechazó la presencia tanto de partidos de inspiración religiosa (la Democracia Cristiana de Joaquín Ruiz Giménez obtuvo menos del 2% de los votos en las elecciones de 1977) como de orientación agraria (los agrarios no llegaron ni al 0,1% en aquellas elecciones, después de haber sido una fuerza relevante durante la República y habiendo llegado a ocupar cargos ministeriales). En un país secularizado y cada vez más urbano, todos olvidamos esas dos rupturas para centrarnos en las otras dos, que son las que han presidido nuestra democracia desde sus inicios: la ruptura entre el centro y la periferia y la que se produce entre la izquierda y la derecha.

Las cosas siguieron igual durante años, hasta que la debacle económica de 2008 hizo tambalearse nuestra estructura de sistema de partidos. Y así estamos hoy, mientras una ronda de partidos start-up surgidos al calor de la crisis intenta fijar en el imaginario colectivo nuevas rupturas con las que articular el antagonismo social (lo nuevo frente lo viejo, la casta contra la gente o los patriotas frente a los cosmopolitas) empezamos a pensar que dimos por enterrada de manera precipitada la vieja ruptura entre el mundo rural y el mundo urbano. Y es que el proceso de despoblación que la España interior ha sufrido durante las últimas décadas ha hecho volver un sentimiento identitario que todos pensábamos perdido. Por eso, cosas que hace unos años pasaban desapercibidas hoy son recibidas de una manera emocional por muchos ciudadanos: un ejemplo, el pasado 20 de diciembre el Jefe del Estado pisó por primera vez y después de siete años, la provincia de Zamora. Lo hizo durante apenas unos segundos, para estirar las piernas y sin salir del andén del tren que le conducía en el viaje inaugural de la Alta Velocidad a Galicia. Es de olvidos simbólicos como este del que se quejan aquellos que quieren representar a territorios cuyos ciudadanos se sienten de segunda. A la a ausencia de servicios públicos básicos –¿ha probado a conectarse a internet desde Sanabria, lector?–, se suma una sensación de abandono y esa falta de expectativas laborales que se interiorizan como un agravio, porque todos los buenos trabajos están en Madrid, que es donde van sus hijos cuando terminan sus estudios si quieren tener una vida profesional relevante.

A diferencia de lo que pasaba hace pocas décadas, ahora en estos territorios hay élites locales que están dando forma al movimiento que articula esta protesta. Una protesta que desde mi punto de vista puede acabar asemejándose más a los chalecos amarillos franceses –los que se consideran perdedores de la globalización están llamando a la puerta de las ciudades desde el campo– que a otros nombres que se les asigna de manera alegre en los programas de infoentretenimiento que saturan la parrilla televisiva.

Un par de ejemplos: dejemos por favor de hablar de la España vaciada, lector: nadie ha dirigido un proceso –el de progresiva urbanización ligado a la modernización– que nos supera a todos y que ha seguido el mismo patrón en toda Europa. Algo parecido ha sucedido durante el último siglo con el proceso de secularización, un proceso que tampoco dirigió nadie, aunque los lamentos de los fieles se entonen con el mismo soniquete con el que hoy se habla de ese proceso de vaciamiento como si hubiera sido dirigido por alguna fuerza oscura –marxista en un caso, capitalista en el otro–. Asumamos, en fin y de una vez, que no somos capaces de comprender muchas de las dinámicas de cambio social que nos afectan y que este tipo de problemas no se resuelven solo con el presupuesto público.

Otro concepto que desechar, para poder entendernos todos mejor, es el de ese supuesto neocantonalismo (sic) del que tanto se oye hablar. Hay que recordar que los movimientos cantonales surgieron al calor de la desarticulación del primer proyecto republicano y que, de manera confusa, sí que buscaban impugnar aspectos esenciales de la soberanía (el cantón de Cartagena llegó a contar con Armada propia, mientras que el de Utrera le llegó a declarar la guerra al de Sevilla –¡y la ganó!–), frente a lo que ocurre ahora con estas fuerzas de ámbito provincial en la España interior.

Aunque la multiplicación de partidos es una muestra del fracaso del sistema para representar las demandas ciudadanas, es desde luego un elemento positivo que esa España olvidada vuelva de nuevo a la agenda: la primera condición para que un problema concite la atención pública y se puedan plantear soluciones es que forme parte de la agenda política. Pero las dudas sobre la viabilidad de estas nuevas plataformas (una especie de Partido Agrario 2.0) son fundadas. La capilaridad tanto de populares como de socialistas en estas provincias de la España interior es muy fuerte, como han sufrido en sus carnes tanto Ciudadanos como Unidas Podemos y, en breve, Vox. Está por ver si una confederación de plataformas locales, surgidas o de escisiones de los dos grandes partidos, o de entidades de la sociedad civil vinculadas a la izquierda, es capaz de plantarles cara siguiendo la lógica de otros grupos territoriales, grupos que han convertido al Congreso en una cámara territorial de facto al renunciar a representar a todos los ciudadanos para hacerlo solo a los votantes de su circunscripción.

Cierro este artículo desde La Raya, la frontera inalterada más antigua de Europa, recordando lo que escribía hace poco Josep Piqué: «La geografía siempre está y el pasado siempre vuelve». Quizá, en efecto, no seamos tan modernos como pensábamos, y quizá la emergencia, como un fantasma, de la España rural nos esté devolviendo una imagen especular más ajustada de nosotros mismos de lo que estamos dispuestos a aceptar. Y es que quizá, en la España de hoy en día, el contrapunto al mundo rural no sea el mundo urbano, sino ese mundo de los ingratos, que retrataba de manera magnífica Pedro Simón en su novela homónima: todos hemos olvidado demasiado pronto de dónde venimos.

Manuel Mostaza Barrios es politólogo.

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