La España de Suárez (5)

En febrero de 1957, cuando Alberto Ullastres llegó al Ministerio de Comercio, el Estado sólo tenía divisas para comprar combustible durante dos meses. España estaba en una situación económica desesperada. El general Franco, quien –según el profesor Vicente Cacho– formó siempre gobiernos de coalición de todas las derechas españolas cuidando siempre de graduar la mezcla del cóctel según el momento, dejó la política económica en manos de los llamados tecnócratas, en concreto de Ullastres y de Navarro Rubio, ministro de Hacienda. Ambos impulsaron el plan de estabilización –cuya paternidad técnica corresponde a Joan Sardà Dexeus– para poner fin a la política de autarquía y liberalizar la economía. El plan tuvo un coste social tremendo (la emigración española a Alemania), pero hizo posible el crecimiento económico del país en los años sesenta, lo que a su vez, muerto Franco, hizo inevitable la transición a la democracia. Una transición que, ciertamente, quienes pilotaron el Estado durante el tardofranquismo y diseñaron –en palabras de uno de ellos– “la larga marcha hacia la monarquía” no concebían como el tránsito hacia una democracia plena sino tutelada. Pero la realidad siempre se impone y, así como no es posible que una mujer se quede sólo un poco embarazada, tampoco lo es instaurar un poco de democracia. Lo que sucedió, bajo el ropaje de una reforma, fue una ruptura. No es extraño que, hace años, un político catalán me dijese: “Ja ho sé, ja ho sé. Ja ho sé que la transició va començar l’any 1959”.

Sí, la transición comenzó en 1959, pero había que ponerle el cascabel al gato. Cierto es que el país tenía un miedo atroz a causa del recuerdo aún lacerante de la Guerra Civil, que a unos los impulsaba a aceptar unas reformas no deseadas, y a otros a admitirlas pese a parecerles cortas. Pero había que hacerlo. Y quien lo hizo fue alguien que, designado por el Rey y al frente del partido entonces dominante en la derecha –UCD–, no era un representante típico de esta. Adolfo Suárez no pertenecía a ninguno de los cuerpos de élite de la administración del Estado, ni estaba apadrinado por la cúpula empresarial. Era, en corto y por derecho, un desclasado, dotado de un gran instinto político y un innegable encanto personal, que captó las necesidades del momento y que acertó a darles respuesta con visión larga, capacidad de maniobra, espíritu transaccional, voluntad de pacto y notorio coraje. Al lector escéptico pregunto: ¿hubiese legalizado Areilza al Partido Comunista como hizo Suárez? ¿Y Fraga? ¿Y –voy más lejos– Felipe González? Es evidente que la Constitución de 1978 no es obra del presidente Suárez, pero contribuyó, de forma decisiva, a hacerla posible. Lo que tiene una importancia capital, porque –en palabras de Miguel Herrero– se trata “de la Constitución más exitosa de los últimos doscientos años”, surgida “de una gran operación de consenso expreso y, más todavía, tácito no sólo entre las fuerzas políticas con representación parlamentaria sino (…) entre instituciones políticas y sociales”. No es un texto jurídico perfecto –¿cuál lo es?–, pero nos ha proporcionado el más largo periodo de estabilidad democrática de nuestra historia contemporánea. Para dar una solución satisfactoria al llamado “problema catalán” –que es de hecho el “problema español” de la estructura territorial del Estado– la Constitución de 1978 consiguió “organizar un Estado autonómico sobre dos pilares no necesariamente simétricos”. “Por una parte, el derecho a la autonomía de nacionalidades y regiones (...) De otra, el reconocimiento de unos derechos históricos”. Este éxito indiscutible se debe a que el Estado se reformó, pero no se demolió. Y en ello tuvo mucho que ver la habilidad política de Suárez, que supo ver lejos, más allá incluso de las ideas, creencias e intereses de quienes le habían votado. No es extraño que las descalificaciones más fuertes que he oído en mi vida de un político en activo –transidas siempre de un desprecio visceral– sean de Suárez y provenientes, todas ellas, del sector más egoísta y cerril de sus votantes, que se sentían traicionados por “un don nadie” que se permitía llegar hasta donde nunca habían imaginado que llegaría. Las guerras intestinas en UCD en su etapa final fueron la manifestación más evidente de este estado de opinión.

Suárez estuvo al frente del Gobierno de España durante la génesis de la única Constitución española que no ha sido un trágala de media España hacia la otra media. Esto ha hecho posible un tercio de siglo de paz y progreso. Él ya no puede ver el deterioro actual de lo que tanto costó construir. Pareció por un momento que el país había tombat per bé. Pero fue sólo un espejismo. Está escrito: “No fue por estos campos el bíblico jardín: / son tierras para el águila, un trozo de planeta / por donde cruza errante la sombra de Caín”.

Juan-José López Burniol, notario.

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