La España del indulto

“Yo soy un radical enemigo del indulto, de todos los indultos”. Esta enfática declaración no pertenece a ningún seudofascista de la nueva escuela sino a don Luis Jiménez de Asúa, diputado a Cortes por el PSOE en las Constituyentes de la II República y presidente de la comisión que redactó la nueva Constitución. Fue también vicepresidente del Parlamento tras la victoria del Frente Popular en 1936; representante de España ante la Sociedad de Naciones y presidente de la República Española en el exilio durante ocho años, hasta su muerte en 1970. Además fue, y sigue siendo gracias a su inmenso legado, maestro indiscutible del derecho penal. O sea que podremos convenir en que manifestarse contra la concesión de indultos, de cualquier clase de ellos, pertenece a lo más granado de la tradición de la izquierda.

La discusión en torno al ejercicio de gracia para con los facciosos del independentismo condenados a cárcel por sus delitos contra la Constitución protagoniza el debate público desde hace semanas. Si añadimos a ello las investigaciones sobre la mafia policial de Villarejo al servicio de empresas del Ibex, y la corrupción de los partidos políticos, concluiremos que una lectura atenta del Código Penal debería ser asignatura prioritaria en la educación para la ciudadanía. En el tema que nos ocupa recomiendo también consultar la excelente tesis doctoral para la UAM de Eva Carracedo titulada Pena e indulto.

La España del indultoEl derecho de gracia es una reliquia medieval, una antigualla jurídica, de la que se apropiaron los modernos gobernantes de la Tierra contra la opinión generalizada de expertos penalistas. Muchos opinan que la reducción de penas por decisión del Ejecutivo contamina el principio democrático de la separación de poderes en detrimento de la independencia judicial. Existen además normas que permiten, mediante la concesión de libertades provisionales y permisos, aliviar las condiciones de cumplimiento de los reos incluso si no muestran arrepentimiento, como es el caso de los exconsejeros de la Generalitat. Por eso pudieron asistir, en lugar relevante, a la toma de posesión del nuevo presidente catalán, después de haber participado, desde dentro y fuera de la cárcel, en los enjuagues entre las diversas facciones del soberanismo.

Se ha recordado hasta la saciedad que la actual ley de indultos es nada menos que de hace 151 años, pero apenas se hace hincapié en las alteradas circunstancias en que se aprobó, y con carácter solo provisional, lo que paradójicamente le ha permitido sobrevivir siglo y medio. Eran tiempos de la Regencia tras la revolución Gloriosa y el exilio de Isabel II. Posteriormente los españoles coronaron a un monarca extranjero cuyo reinado apenas duró dos años; declararon una primera República menos perdurable aún; después siguió la revolución de los cantones, la lucha por la independencia de Cuba, la tercera guerra carlista y el retorno de los Borbones en la persona de Alfonso XII. De modo que en la inicial introducción de la susodicha ley mucho se empeñaron los señores diputados en garantizar un trato de favor para los reos de delitos de sedición y rebelión dado “el carácter y condiciones de la sociedad de nuestra época y aún altas consideraciones de gobierno”. Estas se referían al hecho de que un buen número de los líderes civiles y mandos militares que gobernaron el país en tan atribulada época tuvieron que exiliarse en repetidas ocasiones y en otras sufrieron cárcel o encarcelaron ellos mismos a sus opositores, según los tiempos. La clase dirigente se protegía por ello a sí misma de sus desmanes. Sedición e indultos eran las dos caras de una misma moneda: la de la rapiña política. Lo mismo que hoy día.

Vaya por delante mi convicción de que el retorno hacia una cierta normalidad civil en la comunidad autónoma catalana, lo que el relato difundido desde La Moncloa denomina el reencuentro, no se podrá conseguir mientras purguen en la cárcel sus delitos los únicos responsables de la alteración de la concordia, que son los sediciosos. Pero hay caminos para resolver el caso que no implican la confrontación con el tribunal juzgador ni el desprecio a los millones de españoles, entre ellos millones de catalanes también, cuya convivencia se ha visto seriamente alterada por la intentona separatista. Al margen las responsabilidades en las que incurrió Rodríguez Zapatero, cuya ineptitud dio pábulo a este proceso, y el pasmo del presidente Rajoy a la hora de abortarlo, sobre lo que la Historia les pasará factura, merece la pena fijarse en las características de los indultos anunciados por Pedro Sánchez, que según ha dicho resolverá en conciencia. No es el presidente quien ejerce el derecho de gracia, conforme a las leyes vigentes y la Constitución, sino el Rey, tras acuerdo del Consejo de Ministros y a iniciativa del titular de Justicia. En circunstancias así muchas otras conciencias andan en juego a más de la del presidente, y no hay que presumir que tengan más calidad ética las de los ministros (y ministres) que aquellas de los integrantes del tribunal sentenciador. Sánchez pretende convertir un instrumento jurídico destinado a aliviar, de manera individualizada, el sufrimiento personal de los penados que se arrepientan del delito, en un arma política tendente a garantizarle su permanencia en el poder. Su pretexto es favorecer lo que llama el reencuentro en Cataluña. Loable propósito a condición de que nos diga cuál es su proyecto y el de su partido. Todavía no sabemos nada de eso, pero en ningún caso puede transcurrir por la senda de un referéndum de autodeterminación ni del reconocimiento del llamado derecho a decidir, que pertenece en exclusiva al conjunto de los españoles. Desde ese punto de vista tiene razón el señor Junqueras cuando espeta a los miembros del Gobierno que se metan el indulto por donde les quepa, es decir, por el culo, según aclara el eximio lexicólogo y académico Manuel Seco en su Diccionario Fraseológico del Español Actual. Junqueras sabe que el indulto no anula el delito, ni los antecedentes penales, ni su condición de delincuente, y por eso solicita la amnistía, que sería una medida política pero solo aplicable mediante una ley aprobada en Cortes. Una ley así está moralmente justificada en los procesos de transición política, lo que no es el caso. Si llegara a aprobarse se abrirían tales incógnitas de futuro que nos abocarían al final de la democracia.

Cada día está más extendida la impresión de que el problema del equipo gobernante no es tanto que tenga un apetito desordenado de poder, como sus enemigos argumentan, sino su incompetencia, de la que el tratamiento de la pandemia o la crisis con Marruecos dan también fe. Una incompetencia no simplemente funcional, sino fruto de la ausencia de buen criterio, que por lo demás no es exclusiva del partido en el poder.

En cualquier caso conviene no agitarse demasiado. Con indultos o sin ellos, el asunto catalán, como el marroquí, como tantos otros, no son problemas a resolver sino realidades con las que convivir. Galdós lo explicaba bien en su libro sobre Cánovas, último de los Episodios Nacionales. En una conversación imaginaria con el autor de la Restauración, pone en su boca una descripción de la política de la época, que bien podría haberse pronunciado esta semana. “Esta vieja nación, con sus glorias y sus tristezas, sus fuerzas y sus recuerdos, sus instituciones aristocráticas y populares, y un extraordinario poder sentimental, constituye un cuerpo político de tan dura consistencia que los hombres de Estado, cualesquiera que sean sus dotes de voluntad y entendimiento, no lo pueden alterar”. Para terminar su fatalista opinión con el convencimiento de que solo el Tiempo, así con mayúsculas, podría conducir al país a una nueva etapa de la civilización. Ha pasado siglo y medio desde entonces, la ley provisional de indultos continúa vigente, y hoy escasean el tiempo y los hombres de Estado.

Juan Luis Cebrián

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