La España del Rey Juan Carlos

Tanto la historia contemporánea como sobre todo la ciencia política podrían sacarle mayor partido al concepto de reinado. En efecto, incluso en una Europa en la que los reyes hace tiempo que no gobiernan, la naturaleza, la evolución y las transformaciones de los países con forma monárquica de Estado dependen en una cierta y misteriosa medida de los distintos reinados que se van sucediendo. Puede que de la época victoriana no queden más que sombras en la Inglaterra contemporánea, pero las virtudes que simbolizó la Reina Victoria son todavía una referencia, que, es cierto, a veces solo sirve para medir cuánto se han alejado de ellas sus actuales compatriotas. Otro largo reinado —de momento, abarca desde Churchill hasta Cameron— es el de Isabel II, que sin duda quedará en la memoria como el período de los esfuerzos de Inglaterra, en gran parte exitosos, por encontrar un rol en Europa y en el mundo tras haber perdido un imperio.

Un reinado es una especie de gran contenedor histórico, de paredes tenues y elásticas, pero con una indudable capacidad para influir en la definición de las preocupaciones y los objetivos de una o más generaciones de ciudadanos. Es claro que este concepto sólo alcanza verdadero sentido cuando se trata de reinados largos; en particular, hoy día, la sutil impronta de un monarca no gobernante necesita décadas para estamparse. Cabe añadir que precisamente esa larga permanencia de una persona en la jefatura del Estado representa uno de los valores añadidos más importantes de la monarquía. Por lo demás, desde el apuntado aspecto generacional, el concepto de reinado que aquí se sostiene se refuerza cuando el monarca alcanza una edad avanzada en el trono, en cuanto que parece que acompaña a toda una cohorte de sus compatriotas hasta el último recodo del tramo histórico que les ha tocado vivir.

No es coincidencia, en este sentido, que los únicos tres reinados de la historia de España en cuyo ejercicio el Rey ha cumplido setenta años hayan sido los muy relevantes de Felipe II, Carlos III y Juan Carlos I. Si el mundo tiene una imagen histórica de España, esa es la de Felipe II, como la de Francia es Luis XIV. Es más, sin el reinado de Felipe II resultaría probable que el Siglo de Oro español hubiera pasado como un brillante y fugaz meteoro, dejando huellas literarias y artísticas, pero no un verdadero símbolo político. Para quitar dudas, Felipe II se encargó de dejar para siempre ese símbolo en la piedra del Monasterio de El Escorial. Utilizando la notable frase del historiador de su fundación, Fray José de Sigüenza, con la construcción del monasterio «salió nuestra nación de infinitas rusticidades» y se puso al nivel de las grandes potencias culturales europeas. El reinado de Carlos III, por su parte, cumplió la importante tarea de instalar a nuestro país en la modernidad y en la Ilustración. Julián Marías, que le dedicó un libro, escribió: «La autoridad real nunca ha sido mayor que durante el reinado de Carlos III, monarca apacible y bondadoso, enormemente respetado pero no temido, enemigo de la violencia y promotor de la cultura y la prosperidad nacional».

¿Qué decir de la España del Rey Juan Carlos? Una perspectiva interesante se obtiene mirando desde aquellos días inciertos de finales de otoño de 1975, en los que muchos pronosticaban que Don Juan Carlos tendría un mandato breve y turbulento. Entre aquellas dudas e incertidumbres empezaron a entretejerse las redes invisibles del reinado, que acabaron recogiendo y sosteniendo a la inmensa mayoría de los españoles. La gran empresa histórica que fue la Transición tardó mucho en consolidarse y aquellos años de riesgos compartidos fueron decisivos para que surgiera y se espesara la capa de adhesiones con que los ciudadanos han ido rodeando al Monarca. Sin embargo, con ser fundamental esta dimensión política de la Corona, no es la única que aquí interesa. La larga presencia del Rey en casi todos los eventos, imágenes y sonidos que componen el álbum nacional de cada año ha hecho que su figura se introduzca en las biografías de personas muy alejadas de la política, representando un papel de efecto equivalente al de esa función social discreta, pero indispensable y ordenadora, que es propia del calendario.

En suma, hay tres generaciones de españoles para las que el reinado de Don Juan Carlos simboliza los mejores años de su vida. Bajo el concepto unificador de reinado que aquí se utiliza caben tanto los éxitos colectivos conseguidos entre todos como la aportación de cada uno a la obra común. No puede ser este artículo un catálogo razonado de esos éxitos, pero sí procede al menos la enumeración de algunos de los más importantes: la aprobación de una Constitución que ha hecho posible la libertad política y la estabilidad gubernamental; la creación de una sociedad civil próspera, cohesionada e instintivamente democrática en un país secularmente asolado por el conflicto, el pesimismo y la pobreza; la introducción de un original sistema de autonomías territoriales que hoy ocupa un lugar destacado en el panorama comparado de los federalismos; y la formación de unas Fuerzas Armadas altamente profesionales, políticamente neutras e inmejorablemente valoradas por los ciudadanos.

Según lo más arriba razonado, el reinado de Don Juan Carlos es probablemente la más importante de las claves históricas que permiten descifrar la gigantesca masa de hechos de las últimas décadas y determinar las causas de los éxitos enumerados. Sentada esta premisa, no resultaría difícil establecer el enlace entre el concepto de reinado y el de monarquía parlamentaria, que obviamente constituye su matriz.

Sin embargo, en este punto resulta necesario hacer una precisión. Cuando empezó la Transición, el recuerdo de la monarquía parlamentaria se había evaporado casi por completo, porque sus últimas noticias databan de 1923. Esa laguna en la memoria histórica hizo que muchos no fueran capaces de ver la institución monárquica a través de la persona que la encarnaba. Así, a medida que el reinado de Don Juan Carlos iba arrojando resultados cada vez más positivos, creció también el número de los que decían ser juancarlistas pero no monárquicos. ¿Qué les impedía dar el paso de lo transitorio a lo permanente? Para algunos, la monarquía aparecía demasiado teñida del arcaísmo propio de las causas románticas y poco racionales. Una de las mejores cabezas de nuestro siglo XX, Jaime Guasp, contestaba a esa objeción con el siguiente argumento: «La monarquía es una institución clásica. El romanticismo empezó siendo cosa de poetas que llevaban el pelo largo. Hoy son los políticos los que llevan el pelo largo».

Las cosas han cambiado desde los primeros tiempos de la Transición. Tras treinta y seis años de reinado de Don Juan Carlos y diez legislaturas de las Cortes Generales, todos nos hemos familiarizado con la monarquía parlamentaria. Es indudable que el reinado pasará a la historia como un paradigma en su género, como en su género y época lo fueron los reinados de Felipe II y Carlos III. Pero además —y este es uno de los principales logros de Don Juan Carlos— su reinado dejará delicadamente impresos sobre la realidad social española los perfiles de esa gran institución clásica que es la monarquía parlamentaria.

Por Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín.

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