La España del valor y la España del miedo

Si el final de un año es el momento idóneo para hacer balance de lo acontecido en los doce meses anteriores, estos días son perfectos para meditar sobre los últimos diez años transcurridos en España. En efecto, los españoles hemos vivido nuestra década perdida. Posiblemente será así como los historiadores llamen al periodo que comenzó un 11 de marzo de 2004, cuando sufrimos un ataque terrorista cuyas consecuencias iban más allá del rastro de dolor y muerte que sembraron. A las pocas horas de producirse los atentados, España empezó a mostrar la mejor cara de sí misma, desbordando su generosidad en las largas colas de donantes de sangre que aparecieron espontáneamente en los lugares adecuados. Llegaron a Madrid muestras de cariño y de solidaridad desde todos los rincones del país, y muy notablemente desde Barcelona. Habían atacado a España.

La España del valor y la España del miedoLa tristeza que nos envolvió a todos se tornó en fuerza y valor para los millones de personas que salimos a la calle al día siguiente en varias manifestaciones de repulsa e indignación. Todo lo que pasó después de aquella tarde fue lamentable, pero hubo un detalle especialmente preocupante: la irresponsabilidad de los políticos de uno y otro lado al resucitar lo peor de las dos españas, el sectarismo y el miedo.

En los ominosos años transcurridos desde 2004 nuestra nación ha perdido el rumbo por completo, el pacto constitucional ha terminado de corromperse, y unos pocos han conseguido que muchos otros comiencen a comportarse de forma contraria a la de su propia naturaleza. En un adanismo utópico –el germen de todo lo totalitario– España casi ha olvidado que es el resultado de cientos de años de vida en común, de contrastes locales amarrados con valores compartidos y defendidos incluso con la vida cuando fue preciso. El fatalismo de los unos y el afán sectario de los otros pretende hacernos olvidar que los españoles hemos superado retos más difíciles y a dirigentes aún más incompetentes que los que padecemos ahora. Y que lo hemos hecho basándonos precisamente en nuestro valor y en nuestros valores. Diez años después del inicio de un viaje hacia la decrepitud moral, debemos reflexionar sobre cómo la incompetencia o la traición política nos han ido despojando de nuestras señas de identidad hasta hacernos irreconocibles ante nuestro propio espejo.

Un pueblo al que le roban lo que es acaba por no ser nada, excepto un conjunto de individuos dominados por el miedo. La negación de la familia y del derecho a la vida, la cosificación de las relaciones personales, la reescritura de nuestro pasado, la deformación de nuestra memoria histórica, el enfrentamiento calculado entre españoles, el sacrificio de los valores en pro de un materialismo hueco como única bandera, nos ha legado un país desposeído de valores, donde los jóvenes no ven futuro, donde millones de electores no encuentran representación política, y donde los asesinos de ayer vuelven a sentarse en los escaños. Un España, en fin, presa perfecta para el miedo.

Es necesario reaccionar. Debemos tomar conciencia de qué somos recordando quiénes somos. Nos han robado nuestra Historia, nuestra Geografía, nuestra Lengua, mientras crece la hiedra sofocante de la que hablaba Maeztu. Han querido aniquilar los lazos de afecto entre regiones, las pequeñas historias familiares de migración entre provincias de nuestro territorio, el sentido de pertenencia a algo superior a nosotros. Han dinamitado nuestra profunda raíz judeo cristiana, y nos han ido despojando de nuestros rasgos comunes, enalteciendo las diferencias geográficas, ideológicas o de forma de vida como muestra de nuestra no identidad.

La España del miedo es la no-nación que han ido construyendo unos y otros para condenarnos a una disyuntiva demencial: que en las próximas citas electorales tengamos que elegir entre el populismo totalitario y la corrupción institucionalizada. Es decir, elegir entre comunistas y ladrones. Una disyuntiva atroz entre dos proyectos que coinciden en negar la representación política a millones de españoles. Aquí ya no existe el mal menor, porque lo «útil» no puede ser nunca premiar a quienes nos han venido expoliando en lo moral y lo material. El obispo Munilla lo dejaba claro al señalar que el mal menor nos ha conducido al mal mayor. Uno puede haber sido víctima del engaño en el pasado por desconocimiento; pero tras lo que ha aprendido no puede convertirse en cómplice del verdugo por miedo.

España tiene solución. Los españoles poseemos fortalezas innatas que los irresponsables han querido adormilar pero que nunca podrán anular, porque forman parte de nuestra esencia. Los españoles tenemos valor, y aunque hace años que nos lo reprimen, tenemos también una tradición de resucitarlo en los momentos claves de nuestra Historia. Y la Historia nos coloca en el nuevo año ante decisiones que tendrán un enorme impacto sobre nuestro futuro y el futuro de nuestros hijos.

Iván Espinosa de los Monteros, secretario general de VOX.

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