Se ha puesto últimamente de moda la locución España vacía o España vaciada a raíz de un celebrado libro escrito por Sergio del Molino. El libro ha venido a generar además un estado de opinión que tiene bastante de alegato o denuncia contra el abandono que sufren los ciudadanos que pueblan estos territorios por parte de la administración del Estado. Denuncia o alegato que ha sido acogido enseguida por todo el espectro político con algo más que una pizca de demagogia. De un lado, los que parecen situar en esa parte de España los rasgos más firmes de nuestro ser nacional. De otro, los que la exhiben como ejemplo sangrante de las desigualdades e injusticias estructurales que nos oprimen.
No soy quien para discutir a fondo esos puntos. Ya sé que el dominio del hombre sobre la naturaleza ha hecho que se distancie de algunas de sus leyes. Pero si la serpiente muda de piel cada cierto tiempo para acomodarla al crecimiento de su cuerpo, el crecimiento de cualquier nación, y España ha crecido mucho en los últimos cuarenta años, necesariamente ha de llevar aparejado un cambio en su estructura poblacional, prescindiendo de aquello que ha perdido virtualidad o eficacia.
España no solo ha crecido sino que también ha mutado su naturaleza. Un cambio que no es de ahora; tuvo su comienzo hace más de doscientos años, bien es verdad que se ha acelerado vertiginosamente desde la muerte de Franco. Venimos de una red de población de claro signo medieval, con pueblos que se apellidan del Marqués, del Conde, del Obispo, del Castillo, pueblos del Rey o de la Reina, pueblos de las Órdenes Militares -certificando en su mismo nombre su antigua condición de feudos dependientes de una institución o de un señor al que debían obediencia y al que pagaban tributos.
Todo esto afortunadamente ha cambiado. No acaso tan temprano como hubiera querido nuestro Jovellanos, pero ha cambiado. Luego, el Estado liberal, que lo hubo en el siglo XIX, metió también la cuchara y allí donde había predominio de tierras comunales nacionalizó montes, vegas, bosques, y praderíos, desestructurando las comunidades rurales, sin que la estatificación llevara beneficios tangibles a aquellas poblaciones; a veces ocurrió justo lo contrario, y acaso esa sea la razón, que no la justificación, de tanto incendiario de bosques.
Un Estado como el español, que se pretende de bienestar avanzado, no puede asentarse sobre lo que sería una capilaridad poblacional propia del Antiguo Régimen. Ordénese el territorio y ordénense los servicios con criterios del siglo XXI que atiendan en todo momento al desarrollo equilibrado de las regiones españolas, algo que se ha probado difícil de conseguir en el Estado de las autonomías. Por eso, nuestro problema, a mi juicio, no merece el nombre de España vaciada. Sería más adecuado decir la España disminuida. Ese es el verdadero mal de quienes habitan estos territorios, que no son solo los pueblos y aldeas, sino también las ciudades y villas, y varias capitales de provincia, casi todas menos unas cuantas situadas principalmente, y no por casualidad, en Cataluña y País Vasco.
España disminuida, sí. Porque los ciudadanos españoles residentes en las otras provincias, o sea en las que no hay fueros especiales, que remiten, por singular paradoja, precisamente a la Edad Media, o donde no hay partidos de tinte separatista o nacionalista, sufren muchas veces no solo una disminución en la calidad de los servicios, sino también, y esto es lo más grave, en su capacidad para decidir sobre las cuestiones de Estado y la política del gobierno cualquiera que sea este su signo.
La estructura electoral de la Transición aceptó un sistema que tenía el peligro, en el que se ha caído, de hacer que los votos de unos pocos valieran más que los de la inmensa mayoría, me refiero fundamentalmente a los votos de los nacionalistas vascos y catalanes que desde la muerte de Franco a nuestros días han resultado decisivos para poner y quitar gobiernos y para aprobar o desaprobar la política nacional.
Es cierto que hay partidos que propugnan la necesidad de una corrección, Ciudadanos ha propuesto, por ejemplo, que sea requisito imprescindible contar con un porcentaje mínimo de votos en el conjunto de la nación para entrar en el parlamento, pero también es verdad que ni siquiera el PSOE y el PP -únicos partidos de gobierno que han disfrutado de mayorías absolutas-, han movido un dedo para modificar el sistema. Y puesto que todo apunta a que las cosas van a seguir así durante mucho tiempo, sea por egoísmo partidista o por desidia, los ciudadanos de esa España disminuida debieran tomar conciencia de que son ellos los que tienen en sus manos obligar a los políticos a hacer el cambio. El camino nos lo ha señalado claramente el señor Revilla, presidente de Cantabria, no por regalar anchoas al inquilino de La Moncloa, sino por crear un partido que viene a ser algo así como Mi Provincia Lo Primero con el que durante los gobiernos provisionales o en funciones del señor Sánchez ha alcanzado esa posición privilegiada de partido bisagra en el Parlamento, que podría permitirle incluso con un solo diputado quitar y poner gobierno. Ahora ha surgido, para sorprendente escándalo de muchos, Teruel Existe, un partido que no ha hecho otra cosa que seguir esa exitosa senda.
Organícese, pues, la España disminuida, cree en sus circunscripciones un partido transversal como han hecho los turolenses. El nombre ha quedado sugerido más arriba: Mi Provincia lo Primero, sus siglas MPLP, y si no les gusta por largo, cámbienlo por Topamí, que, respondiendo a las mismas motivaciones, goza de una eufonía castiza y algo exótica. Vótenlo y con sus diputados obliguen al Gobierno español, sea del signo que sea, a que lleve a su provincia el AVE, construya un aeropuerto, un centro de salud, un gran hospital, una universidad, una fábrica de automóviles.
Me dirán que es un disparate y tendrán razón, pero solo así, por la mera reducción al absurdo, podríamos conseguir que los privilegios nacionalistas fueran abolidos mediante un simple cambio en la ley electoral.
Juan Pedro Aparicio es escritor.