La España evaporada

La España evaporada

Hoy es el día. Y con lo de Adolfo Suárez más. Prometí al hombre del canotier, el bigotito y el ejemplar de El Imparcial que el 23 de marzo del 14 acudiría al Teatro de la Comedia y aquí estoy, como un solo hombre, con los ojos y oídos bien abiertos, en la Sala de las Ballenas del Museo de Historia Natural de Londres, cogiendo sitio desde el martes.

El orador me anticipó que hablaría de cómo hacer «normal en la política, lo que a nivel de calle es normal». Tal vez utilizó palabras similares pero esas son las que siguen en mi memoria. Puesto que la convocatoria era por estricta invitación, me pareció lógico que me indicara también cuál debía ser mi sitio.

-Ya que va a estar usted en Londres siga el acto desde ahí. No puede haber mejor asiento de platea que esa sala del Museo. Cuando yo empiece a hablar entenderá por qué.

Para mí era una manera de intentar cazar dos cetáceos con un solo arpón. Con Teatro de la Comedia o sin Teatro de la Comedia, yo habría venido en todo caso a este lugar pues no hay mejor antídoto contra el síndrome de Estocolmo que conocer bien al enemigo que te tiene secuestrado.

Tan bullicioso es el amontonamiento de escolares en la puerta principal de la calle Cromwell que la ruta más aconsejable para acceder a la Sala de las Ballenas es a través de la discreta entrada lateral de Exhibition Road. Eso implica cruzar un sinfín de vitrinas atiborradas de pájaros exóticos, reptiles insinuantes y roedores de diversos pelajes pero permite adquirir a la vez conciencia de la supremacía del Leviatán.

No es sólo una cuestión de tamaño. También de la perfección de su sofisticada morfología, sin par entre los mamíferos. Aquí, en las galerías superiores que rodean el recinto, están perfectamente explicados mediante fotos, vídeos y diagramas los hábitos alimenticios, las costumbres reproductivas o los sistemas de desplazamiento de este monstruo político que un chusquero de Cebreros tuvo el valor de arponear. También sus variedades.

Pero lo que más impresiona son los dos enormes artefactos que ocupan el espacio central de la sala como si fueran sendos jumbos en el vestíbulo de la terminal de un aeropuerto. La mayoría de los visitantes quedan extasiados ante la envergadura de la Balaenoptera Musculus con sus 30 metros de eslora, su silueta abrumadora y un rictus burlón en el hocico. Sin embargo, a diferencia del resto de las especies exhibidas, lo que contemplamos no es una ballena disecada, sino una simple maqueta. O sea yeso, alambre y madera. No es la bestia sino su representación.

Lo que a mí sí me subyuga e intimida es el esqueleto real que, ensamblado hueso a hueso, cuelga justo encima de la ballena de cartón piedra. En él reconozco la inmensa mazmorra que albergan sus costillas, los barrotes óseos imposibles de abarcar en un abrazo, las falanges interminables que mueven sus omnipotentes aletas, las rejas calcáreas que cierran el chasis cual bastión amurallado. Aquí anidan los terrores infantiles del castillo de irás y no volverás.

De repente se ilumina la gran pantalla de plasma y, como si del más perfecto sistema de videoconferencia se tratara, el museo londinense queda incorporado al patio de butacas del teatro de la calle del Príncipe. Menudo ambientazo. Es como para no perder ripio. Se atisban ya unos cuantos diputados prestos a ser flagelados. La gente va bien vestida y abundan los abrigos como si la primavera del 14 estuviera haciéndose la remolona entre los fríos de Madrid.

Un acomodador reparte un manifiesto. Conviene leerlo antes de que comience el acto. Se titula Prospecto de la Liga de Educación Política Española y en su segundo párrafo afirma: «El hecho más evidente y grave de nuestra vida nacional en los meses que corren es la manifiesta incapacidad de los viejos partidos, de las instituciones antiguas, de las ideas tópicas para prolongar su existencia aparente... Sólo conservan la aptitud de los escombros para ahogar bajo su gravamen nuevas germinaciones». Caray: eso es lo que hace 35 años me decía de madrugada, paseando ante la puerta de casa y refiriéndose a Alianza Popular, el presidente Suárez.

Mi asentimiento se acentúa a medida que sigo leyendo: «El partido que ahora gobierna patrocina la incompetencia, fabrica inercias y discute jefaturas. Como españoles sólo podemos desearle una muerte feliz». O una resurrección gloriosa con otros cuerpos y ropajes.

Al final la receta es hágase la «democracia» y surja entre nosotros «España». Liberalismo radical y Nación europea. Muy del CDS pero con intelectuales al timón. Entre el centenar de firmas que avalan el documento distingo las de Manuel Azaña, Américo Castro, Salvador de Madariaga, Ramiro de Maeztu, Antonio Machado, Ramón Pérez de Ayala, Fernando de los Ríos, Pedro Salinas y, por supuesto, la del hombre del canotier, mi cicerone en estas primeras semanas en las que los engullidos aún permanecemos dentro de los círculos del Purgatorio, el aprendiz de filósofo que ha decidido «darse de alta» en la política, el joven José Ortega y Gasset que va a hacer de portavoz de los demás.

¿Dónde hay que firmar? Escudriñando quién asiste y quién no, identifico de repente a un anciano enjuto de cráneo reluciente y barba y bigote blancos, cuidadamente recortados. Al reconocerle -¡es don Francisco Giner de los Ríos!- me doy cuenta de la trascendencia del acto de hoy. La generación del fundador de la Institución Libre de Enseñanza está entregando el testigo del regeneracionismo a este embrión de nuevo «partido educador».

Sólo faltaba el adiós de Adolfo Suárez, el único político al que hemos visto quitarle poder a la ballena para devolvérselo al pueblo, para realzar la mística de la efeméride.

Ahora entiendo la expectación del público cuando Ortega, «mano izquierda sobre el atril, mano derecha presta al revoloteo gestual» -la descripción es de Menéndez Alzamora-, prorrumpe a hablar, presentándose «como una voz anónima y sin timbre individual que viniera a sonar entre vosotros». Resulta que alguien tiene que tomar la palabra. «Por ejemplo, yo». ¿Por qué? Porque ha llegado a la conclusión de que para «salvarse» él, tendrá que salvar también a «su circunstancia», es decir a su país. Y lo que ve alrededor es el mismo divorcio de los tiempos previos al «puedo prometer y prometo»: «Hablemos con toda claridad. La España oficial y la España nueva no nos entendemos... Todos esos organismos de nuestra sociedad que, aunándolos en un nombre llamaremos la España oficial, son el inmenso esqueleto de un organismo evaporado, desvanecido, que queda en pie por el equilibrio material de su mole, como dicen que después de muertos quedan en pie los elefantes».

En un instante lo he comprendido todo. Lo tengo delante de mis ojos. Por eso mi gentil cicerone quería que siguiera el acto desde aquí. Para que viera que la ballena ya sólo es un esqueleto. Como lo vio Adolfo Suárez al final del franquismo, como lo vieron los asistentes a este acto en la Comedia al final de la Restauración, como lo vieron los desdichados protagonistas de mi nuevo libro al final del absolutismo fernandino...

Pero aún queda mucho por oír: «La España oficial consiste, pues, en una especie de partidos fantasmas que defienden los fantasmas de unas ideas y que, apoyados por las sombras de unos periódicos, hacen marchar unos Ministerios de alucinación... Toda una España con sus gobernantes y gobernados, con sus abusos y usos está acabando de morir...». Porque con Adolfo Suárez agoniza también un legado democrático que antepone el interés general al partidista y por eso incluye el verbo dimitir.

El joven Ortega está hablando para su generación pero es imposible no constatar los guiños y alusiones que dirige a la nuestra: «Hemos visto el turno de los partidos como manivela de este sistema de corrupción... Lo que emana de todos estos años oscuros y terribles es una omnímoda, horrible, densísima incompetencia... No nos preocupa la posesión de esas ganzúas de Gobierno que algunos llaman programas». Menudo traje les está haciendo a don Alfredo y don Mariano.

Y no sólo a ellos. Ahora nos pregunta «si ser monárquico va a seguir significando lo que ha significado hasta aquí». Es decir si debe suponer, como pretenden quienes rodean, asesoran e instigan a Don Juan Carlos, «estar con la Monarquía sin condiciones, de todas maneras, bien o mal, como la Monarquía se conduzca, de todas suertes apegado a ella». Porque en ese caso... convendría ir agrupándose al servicio de otra cosa.

Pero lo más importante de cuanto está diciendo hoy Ortega es lo que llega al corazón de cada oyente, dentro y fuera del teatro, dentro y fuera de la ballena. Lo que toca la fibra de nuestra melancolía personal, lo que radiografía nuestras decepciones, lo que levanta acta del naufragio de las grandes esperanzas de la Transición: «Todo español lleva dentro como un hombre muerto, un hombre que pudo nacer y no nació, y vendrá un día, no nos importa cual, en que esos hombres muertos escogerán una hora para levantarse y pediros cuenta sañudamente de vuestro innumerable asesinato».

Rajoy y Rubalcaba deberían constatar que Ortega se refiere a cuanto ellos representan. Que es su egoísmo de partido el que nos impone «este vivir el hueco de la propia vida», como si fuéramos todos, y no sólo el amado Rey Lear que ahora nos deja, quienes hubiéramos perdido de uno en uno la memoria; que es la dictadura de su casta la que nos arruina, aliena y evapora en medio de «las fórmulas de uso mostrenco que flotan en el aire público»; que es su cinismo imperturbable el que «va depositando sobre el haz de nuestra personalidad una costra de opiniones muertas»; que son ellos y toda la patulea de zánganos apandadores, aferrados a sus poltronas, los que han convertido a España en una maqueta de sí misma, en cuyas oquedades sólo hay paro o subempleo para los jóvenes, saqueo fiscal para los adultos con trabajo y automoribundia para todos. No es ya la España invertebrada -aquí está el esqueleto- pero sí la España evaporada junto a su mejor caballero.

«¿En qué siglo suceden las cosas de ahora mismo?», requiere Antonio Lucas desde el verso clave de Los Desengaños. Ay, amigo, quién tuviera tus años por delante como periodista y tu talento de poeta... Pero no hace falta venir al Museo de Historia Natural de Londres. La respuesta está en el paseo de Recoletos, en la exposición de la Biblioteca Nacional sobre la Generación del 14, al alcance de cuantos quieran percibirla: en el siglo de Adolfo Suárez.

Pedro J. Ramírez, exdirector de El Mundo.

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