La España que Europa necesita

La pandemia del coronavirus ha mutado ya en una recesión global. Podemos intentar predecir cuándo y cómo saldremos de ella en España y en toda la UE, pero ahora mismo lo único cierto es que no existen certezas. Hay sólidas razones para pensar que ese futuro imprevisible no sea el apocalipsis predicado por los más pesimistas y, sin embargo, tampoco hace falta ser muy imaginativos para admitir la posibilidad de un doloroso desenlace económico y político que incluso desbarate el proyecto europeo.

Nuestro país, además, lleva peores cartas en esa incertidumbre radical. Ha sufrido la enfermedad de forma diferencial, tiene una de las democracias más polarizadas y su economía es singularmente vulnerable, dada la dependencia del turismo, la fragilidad del mercado laboral, la elevada desigualdad, el endeudamiento y el retraso tecnológico.

La España que Europa necesitaLa partida, eso sí, apenas ha comenzado y el resultado final dependerá en gran parte de nuestra capacidad de resiliencia y de saber adoptar una estrategia transformadora que nos permitan sobrevivir enteros y, por qué no, con menos debilidades (acuérdense de esa idea atinada y algo cínica de que nunca hay que desaprovechar una crisis). Jugamos en varios tableros a la vez, pero uno de los más trascendentales, sobre todo a la luz de las dificultades para forjar grandes pactos en casa, es el supranacional. Frente a la valoración, en el mejor de los casos, desigual, que merece la gobernanza interna desde principio de marzo, parece haber cierto acuerdo en que España ha desplegado una actitud positiva en Bruselas.

Menos mal, porque las decisiones europeas serán de las más determinantes para evitar la catástrofe. En la anterior crisis ya aprendimos que no cualquier trayectoria que recorra la Unión Económica y Monetaria resulta necesariamente buena para España. Nos dimos cuenta de que hay que definir mejor nuestros intereses, que no basta con proclamar pasivamente que tenemos la razón y que resulta letal no tener la destreza para acomodar la posición nacional en la agenda final de la UE.

Por eso, en el debate sobre los coronabonos y el fondo de recuperación, España ha hecho bien en no fundar tanto sus pretensiones sobre la base de una solidaridad supuestamente exigible a los países del Norte como en enfatizar la necesidad de evitar una Unión fracturada y un mercado interior donde las condiciones no sean iguales para todos. Avanzar a partir de ahora requiere identificar de forma realista los objetivos alcanzables, implicarse en los círculos que generan pensamiento prescriptivo en las instituciones, mantener interlocución fluida con la Comisión y el Parlamento (donde PSOE, PP y Ciudadanos comparten, por cierto, coalición) y cultivar alianzas con otros países miembros. No solo con aquellos con los que coincidimos en problemas a corto plazo, sino también, quizá, sobre todo, con las capitales más propensas a apoyar a quienes consideran dispuestos a intercambiar solidaridad por estabilidad creíble y tienen sincera voluntad de compartir soberanía.

Si lo hacemos así, no nos será tan difícil ver nuestras prioridades plasmadas en decisiones concretas que formen parte de la respuesta europea a esta terrible crisis. Al fin y al cabo, el enfoque particular español casi nunca está alejado del interés general europeo, pero, si sucumbimos a la introspección o mantenemos nuestra tradicional propensión a ser solo reactivos, los dosieres vendrán sesgados en beneficio de otros.

Ahora bien, siendo importante adoptar esa aproximación estratégica para maximizar la influencia de España a través de diversas complicidades intelectuales y políticas en la UE, sería grave ignorar que la complicidad de política europea más importante no se teje en Bruselas, Berlín, París, Roma o La Haya, sino en el interior del propio país.

El Brexit o el desplome del antes sólido europeísmo de los italianos nos advierten del error histórico que sería adoptar un enfoque que maneje mal las expectativas internas sobre una relación constructiva entre España y el proceso de integración. Tanto desde el punto de vista del relato como de las políticas públicas, no hay nada más tóxico que propagar la idea de que la agenda europea es ajena e impuesta. Hay que saber impactar en ella, tal y como se acaba de apuntar, pero siempre entendida como un proyecto propio y compartido por la inmensa mayoría de nuestra sociedad.

De ese modo, a la vez que moldeamos la UE que España necesita, podemos seguir realizando el ejercicio inverso y proyectar la agenda europea a la nuestra interior. En los años ochenta y noventa los compromisos triplemente adquiridos (la recién estrenada pertenencia, la adaptación al mercado interior y los criterios de convergencia) ayudaron a aplicar un programa modernizador y abierto al mundo que de otro modo se habría frustrado por los vetos internos. No se trata de rememorar sin más lo ocurrido ente 1986 y 2001. Ya no existe el enorme consenso permisivo proeuropeo de entonces, ni contamos con el asidero que nos proporcionaron el Acta de Adhesión, el Libro Blanco y el Tratado de Maastricht.

Pero, aunque ahora no tengamos hoja de ruta y reine la incerteza total antes mencionada, sabemos que Europa se ha forjado en las crisis y este es también un momento de oportunidad. El gran reto que tenemos como Estado miembro es definir un marco de reconstrucción poscoronavirus que genere una virtuosa suma positiva donde se retroalimenten el interés nacional y el europeo.

Un proceso de integración que se tome en serio la digitalización, la transición energética, la protección social, y que desempeñe un papel más activo ante la crisis del multilateralismo, puede volver a reforzar la capacidad de transformación de una España muy necesitada de renovar su modelo productivo. Así que no hay que mirar a la UE solo para que nos ayude a financiarnos, sino también para que incentive las reformas necesarias.

España se benefició del préstamo del MEDE en 2012, para sanear a parte de su banca, y la experiencia no fue humillante ni traumática. Por eso hay que huir de un debate demasiado maximalista sobre la condicionalidad. Lo importante es que las condiciones que puedan existir para acceder a más financiación no sean contrarias al interés definido desde la misma España ni se impongan con una lógica intergubernamental acreedor-deudor. Nada que ver, en cambio, si la gestión sigue el método comunitario y se orienta a abordar las importantes carencias (educación, desempleo, innovación, desigualdad, medioambiente, y también sostenibilidad fiscal o incluso diseño institucional) que hemos ido identificando de común acuerdo con la Comisión.

Pese a los errores cometidos por la UE, sobre todo entre 2010 y 2012, sigue siendo un valioso referente que al inicio de esta crisis merecía un amplio apoyo de los españoles y el respeto de unas élites políticas enfrentadas en casi todos los demás asuntos. Bien está abandonar las ingenuidades eurobeatas, pero hágase para madurar y no para malograr ese europeísmo que tanto nos ha ayudado en los últimos 40 años. En estas semanas se ha demostrado que, pese a los iniciales titubeos europeos, ha habido enormes progresos y margen para que nuestras posiciones reciban apoyo. Un margen que se agranda siendo más proactivos; nunca siendo más resentidos.

Ignacio Molina y Federico Steinberg son investigadores principales del Real Instituto Elcano y profesores de la Universidad Autónoma de Madrid.

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