La España que podría ser

Un dicho inglés afirma apelando al common sense que resulta una aberración creer que el fútbol sea una cuestión de vida o muerte, y añade: «Es mucho más que eso». Y el mismo Camus, tras jugar de portero en su Argelia natal, reconocería en su madurez que lo que sabía acerca de la vida -y sabía mucho- se lo debía precisamente a ese fútbol de juventud. Así las cosas, no está de más en esta hora grave de España extraer una serie de reflexiones y enseñanzas de la actuación de nuestra selección: como si el equipo nacional hubiese logrado también una cátedra de pedagogía desde la que iluminarnos en nuestra confusión reinante.

En primer lugar, nuestro equipo ha dado un ejemplo exacto de aquello que Ortega definía como una nación: «Un proyecto sugestivo de vida en común». Ha cambiado la selección la concepción global del fútbol, algo que sólo ocurre cada muchos años: ahora es ya posesión del balón y llevar siempre la iniciativa, combinado a su vez con una férrea solidez defensiva. Ello ha supuesto, ya desde la Eurocopa, un reto bien sugerente: no jugar tras el balón, sino con el balón que se percibe como una prolongación del yo, o más bien, del nosotros. Por eso da la selección la impresión de que juega, en el sentido lúdico. La cuestión no es tanto correr como poseer: y de la posesión llega el gol, que más que meterse se hace. La escuela de La Masía ha dado sus frutos innovadores sin perder valores necesarios del pasado (tal que fue la Revolución Inglesa) como son la casta y la capacidad de sufrimiento colectivo ante Honduras, Chile y Paraguay.

Si comparamos todo ello con el temple de nuestro país, ¿no andamos los españoles desde hace ya varios años viviendo a la defensiva, llenos de suspicacia en un catenaccio que traba nuestras potencias creativas y espirituales, como Ortega observaba en la Argentina de los años 40?

Mientras nos disolvemos en particularismos de vida aparte que no hacen sino restar -y el sábado tuvimos otra demostración en Barcelona-, la selección ha sido un tratado de trabajo en equipo con un objetivo común, y donde la sinergia hace que el todo sea mayor que las partes. Por eso Del Bosque podía hacer sin problema alguno las rotaciones necesarias (Torres-Navas-Pedro-Llorente). Por eso, Pepe Reina, en una muestra de transferencia del conocimiento, podía indicar a Casillas por donde tiraría el penalti Cardozo. Frente a nuestro apartismo reinante, el espectador español acaba de ver los resultados de una genuina vertebración integradora con ocho futbolistas provenientes del fútbol catalán.

Piénsese en términos de productividad, calidad e innovación lo que todo esto significa: justo las tres dimensiones que nos faltan para que nuestra economía nacional pueda ser competitiva. Ni más ni menos.

Por otro lado, en tanto que nuestra imagen exterior ha venido sufriendo una merma considerable, la selección ha otorgado un prestigio impagable a España como marca en un momento crítico. Y es que una de las enseñanzas de la actual crisis radica en que las naciones cada vez se asemejan más a una marca que atrae o repele a los inversores internacionales, lo que convendrá tener muy en cuenta.

Bien saben al respecto los expertos en branding lo inmensamente difícil que es crear y mantener un reconocimiento de marca y lo fácil que es perderlo: pensemos, por ejemplo, en British Petroleum como caso más a mano. Por ello, si Nokia hace por Finlandia más que 100 embajadores, nuestro equipo ha hecho por el país más que el Ministerio de Asuntos Exteriores al completo, creando la siguiente asociación simbólica: España como sinónimo de calidad, eficacia e innovación. Ahí es nada.

Muchas empresas darían millones de euros por poseer los atributos de la marca Spain en estos momentos, cosa que me temo podemos malbaratar si no rectificamos a fondo. En este contexto, algunos economistas llegan a afirmar que un Mundial supone un plus de crecimiento anual de un 0,25% sobre lo estimado. Sea cierto o exagerado, lo que sí es muy real es que el trabajo bien hecho es rentable, en tanto que los costes de la no calidad representan un 20% de cualquier presupuesto, como ya determinó Deming.

Capítulo aparte merece nuestro entrenador. Vicente del Bosque no tiene look, pero sí un liderazgo sosegado que ha supuesto una lección magistral de prudencia rectora. Esa prudencia que Peter Drucker, padre del management moderno, ponía en la base misma de la función directiva. Conviene recordar ahora que por carecer de look se le despidió, sin guardar las más elementales formas, de un club antaño señorial que hoy publicita una casa de apuestas como simbolizando lo que Unamuno llamaba «nuestra gran timba nacional».

Falto de imagen, Del Bosque posee a cambio algo hondamente español y cuya pérdida en este país en los últimos años me alarma especialmente: ese señorío tan nuestro y grave -que tanto admiraban los embajadores europeos- que nos hacía saber estar, y que el Greco fijó para siempre en El caballero de la mano en el pecho. Por eso no hay look en Del Bosque -ni falta que hace- pero sí compostura, que es fuente de prudencia y discreción.

Mucho me temo que de un tiempo a esta parte ha habido en España un triunfo del parecer sobre el ser o del look sobre el valer, que explica -más de lo que se piensa- la honda crisis económica, social e institucional que padecemos. Haga la prueba el lector con personajes del ámbito político, empresarial, financiero y judicial, por ejemplo, y pregúntese el grado de concordancia que ahí entre su apariencia y realidad: intuyo que el balance sea desolador.

Tampoco hay en nuestro entrenador estridencias ni alharacas; mucho menos, bravuconadas (sería muy significativo llevar la contabilidad de las que tiene que soportar el ciudadano español en los años recientes y preguntarse por qué). Junto a ello tiene además una magnanimidad con el adversario en la victoria muy nuestra: su búsqueda y abrazo del entrenador derrotado (bien lo sabe Joachim Löw) evoca aquel gesto de Spínola en Las lanzas, impensable hoy en nuestra España Oficial. Tampoco establece comparaciones jactanciosas ni se engríe públicamente. Por eso gusta nuestro entrenador del quehacer silencioso, pues sabe muy bien -como Juan Ramón Jiménez- que sólo hay que hablar para mejorar el silencio y si no lo mejor es callarse. Compare el lector tal economía de la palabra con la algarabía ininteligible de nuestra política, que impide la reflexión serena y el examen sosegado. Tal vez por eso se fomenta tanto y hayamos caído en la actual postración.

Junto a ello, no menos relevante es la sencilla ejemplaridad de Del Bosque, que ha ido empapando por mímesis el comportamiento de la selección dentro y fuera del campo, resultando un manual de buenas maneras. Cabría oponer a eso la entronización de las malas formas en la vida pública y organizacional española, de la que habría que hacer serio recuento. Sospecho que gran parte del malestar que existe en nuestras empresas desde mucho antes de la crisis se debe a la falta de estilo y malos modos de amplios núcleos directivos e intermedios: habría que averiguar las razones de tal degradación y su impacto en el clima laboral, que aventuro más negativo de lo que se quiere pensar.

Todo esto y mucho más nos ha mostrado la selección con su entrenador a la cabeza, como indicándonos posibilidades de actuación colectiva que tenemos en la mano. Claro que para no llamarse a engaño hay que recordar que en 1978 Argentina se proclamaba campeona del mundo en Buenos Aires para cinco años después entrar en un default marasmático del que todavía no ha salido. Y es que en las posibilidades de la libertad se cumple fielmente aquel verso cervantino de gran belleza admonitoria: «Tú mismo te has forjado tu ventura». Viendo las hazañas de nuestro equipo, bien podemos hablar de buenaventura. En el caso nacional depende de nosotros no acabar, una vez más, en malaventuras. Vicente del Bosque lo ha acertado a expresar con un deje de esperanza y melancolía: «Ojalá España estuviera tan unida como este equipo». Esa es la España que podría ser.

Ignacio García de Leániz Caprile, profesor de Comportamiento Humano en la Empresa.