La España recia

Uuno de los profesores que más he querido me daba Lengua y Literatura. Durante el primer trimestre, al comenzar cada clase, nos leía en voz alta un par de páginas de El camino, de Miguel Delibes. Leía con tanta naturalidad y pronunciaba con tal exquisitez, que quedé hechizado con aquella literatura. Desde entonces, Delibes se convirtió en uno de mis autores de cabecera no sólo por la belleza antigua de su lenguaje, sino también por la hondura de sus historias y la robustez de sus personajes: hombres y mujeres curtidos que llevaban vidas inveteradas y que representaban a la España recia.

Los libros de aquel vallisoletano que tuvo que haber ganado el Nobel eran un muestrario de castellanos viejos uncidos al campo, de agricultores sometidos a los caprichos climatológicos, de personas que manifestaban una inmensa sabiduría popular en su habla y modos de vida. Son memorables sus personajes fraguados en la adversidad, en comunión con la tierra de sus antepasados y que albergaban un secular sentido de la justicia. Gentes sencillas, de pueblo, que en las páginas de Delibes jamás aparecían como pueblerinos o paletos, sino como poseedores de oficios tradicionales, con una nobleza de espíritu y cabales reflexiones que les hacían brillar como estrellas en la noche. Si las novelas transcurrían en la ciudad, la burguesía era diseccionada con el escalpelo de su pluma, pero también descollaban personajes vigorosos éticamente, que se rebelaban contra los convencionalismos sociales y mostraban una gran independencia de criterio. La autenticidad de sus novelas era tal que, aun estando ambientadas en Castilla, podían trasladarse a cualquier rincón de España.

La generación que reflejaba el escritor vallisoletano en muchos de sus libros era la de mis abuelos: los hijos de quienes combatieron en Cuba y Filipinas. Tal vez por apego a las modas que trajeron sus padres de las colonias, en verano se abanicaban con paipay, vestían guayaberas y frecuentaban las tiendas de ultramarinos para comprar café y canela en rama.

Recuerdo que aquellos hombres, al pasear con sus amigos íntimos, a veces lo hacían cogidos del brazo, parándose a trechos al conversar, sin prisas, como si el tiempo lo midiesen relojes de sol. Vestían con pulcritud –ya fuese sencilla camisa blanca o traje–, eran bienhablados, no pocos usaban sombrero y me encantaba ver cuando se llevaban los dedos al ala para saludar a las señoras, como en el cine. Muchos se santiguaban al pasar delante de las iglesias y al emprender un viaje. Eran sufridos y con una abnegación a prueba de bombas atómicas.

Ellos y ellas se deslomaron trabajando e hicieron estudiar a sus hijos para que prosperasen en la vida. No eran consumistas, no tiraban nada, guardaban hasta los cordeles y los papeles de regalo por si alguna vez los necesitaban. Normal. Fueron quienes hicieron o padecieron la Guerra Civil y se acostumbraron a usar cartillas de racionamiento mientras el resto de Occidente espumaba. Tanta miseria y horror presenciaron que sepultaron las viejas trincheras ideológicas, y durante sus últimos años vivieron sorprendidos por el creciente bienestar de la España democrática.

Sus hijos son hoy los jubilados españoles. La generación de los jóvenes protagonistas del tránsito del franquismo a la monarquía constitucional. Con pantalones de campana y minifalda conquistaron la libertad sin ira ni sobresaltos, y más o menos escorados a babor o a estribor compartían una parecida visión de la vida. Su pragmatismo, voluntad de convivencia y conciencia histórica impidió descoser la nación y les hizo identificar como enemigos sólo a los terroristas, jamás a quienes pensaban de modo diferente. Nadie me ha enseñado eso, de pequeño lo viví. Aunaron tradición y modernidad, una interesante combinación que les reportó una vida satisfactoria y propulsó a España como si estuviese en una rampa de lanzamiento. Heredaron de sus progenitores una carga genética de valores de la que son incapaces de desprenderse. Saben que los derechos comportan obligaciones y que ante los fracasos hay que apretar los dientes y volver a intentarlo. Trabajaron durísimo en la oficina, en la fábrica o en la casa, fundieron bombillas estudiando oposiciones y educaron a sus hijos convencidos de que dedicarles tiempo para hacer con ellos los deberes no era una rémora familiar, sino una inversión.

De un tiempo acá se oyen críticas histéricas hacia lo que votan los jubilados, sobre todo por parte de quienes convierten las redes sociales en pozos negros. Censuran e insultan a «los viejos», a los que tachan de incultos y retrógrados. Lo hacen quienes otean la realidad bunkerizados en su imaginario.

La formación académica de una persona es importante a la hora de decantar su sufragio, qué duda cabe, pero más aún lo es la estructura ética, la pasta moral. Y sumada a eso, la experiencia vital.

Los que hoy son pensionistas siempre estuvieron informados de lo que sucedía en Europa, así que cuando en 1989 cayó el Muro de Berlín ya sabían que se desmoronaba un trampantojo político, un sistema opresivo retratado magistralmente en La vida de los otros, una película tan subyugadora como inquietante. La generación jubilada no necesita una reinterpretación revisionista del pasado como si este fuese una matiné de El Acorazado Potemkin. No. Esas personas mayores, al conocer el pasado reciente, pueden discernir qué futuro no desean sin necesidad de bolas de cristal. Por eso muchas de ellas no quieren que lleguemos a ser como una Grecia donde metan la motosierra en sus pensiones, ni que el referente sea una Venezuela arruinada comandada por liberticidas en chándal.

Hace años compré en Berlín un trocito del Muro. Lo tengo en el despacho, junto a mis libros y un fotograma de El hombre tranquilo. Las dos generaciones que me precedieron me marcaron para bien. Las personas que conocí y ya no están y las que conozco siguen siendo mis referentes éticos, los custodios de mi conciencia. Son como los actores de reparto de las películas de John Ford: personas corrientes sometidas a circunstancias extraordinarias. Mientras vivan me sentiré tranquilo. Son la España recia.

Emilio Lara, historiador y escritor.

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