La España reformista

Los partidos políticos españoles han mostrado sobradamente su renuncia a conseguir acuerdos políticos constitucionales para enfrentarse a los retos nacionales, europeos e internacionales para los que nunca han tenido ni tendrán fuerza política suficiente, aunque en ocasiones hayan conseguido mayorías más holgadas de las que hoy prestan unos ciudadanos más desconfiados que en tiempos pasados. Hemos acudido a las urnas cuatro veces en cinco años y nuestros políticos no han sabido administrar con prudencia y altura de miras nuestra voluntad, expresada con claridad en los sucesivos comicios. La procrastinación, la ambición, el atolondramiento, el sectarismo y el rencor personal han sido pasiones que les han impedido una administración razonable de nuestras decisiones. Cuanto más hablan nuestros políticos de la Transición, cuanto más mencionan a Suárez, González, Carrillo o Fraga, menos esfuerzo realizan para traspasar las reducidas y confortables fronteras de sus respectivas siglas. Se conforman con gritar más, con dividirse por mitosis, como si de amebas se tratara; con exagerar, con ofrecer un poco más que el contrario, sin tener en cuenta las capacidades de nuestra nación y evadiéndose de la responsabilidad que contraen cuando se ofrecen a representarnos. A pesar de los esfuerzos denodados de los políticos para conseguir nuestra inhibición -parece que no se puede hacer tan mal involuntariamente-, yo no renunciaré al derecho a votar, que parece el broche de mi ciudadanía.

Tal vez recordando mi antigua actividad política e incitado por la cercanía de unas nuevas elecciones, no puedo evitar expresar mi idea de una España mejor, más vertebrada internamente y con más fuerza para enfrentar los retos que nos situarán, si no lo han hecho ya, en la disyuntiva de volver al aislado vagón de cola o situarnos entre los países más prósperos. Esta España deseable y posible la conseguiremos con políticos que ejerzan su responsabilidad, sabiendo qué si ellos no la enfrentan, otros vendrán que desarrollarán políticas más agresivas, populistas y nacionalistas de diversa naturaleza. El reformismo es un talante, una forma moderada y optimista de ver el espacio público, en combate permanente contra la resignación. Supone valentía para negar improvisaciones y acometer las políticas que requiere una sociedad cambiante; supone responsabilidad para decir y hacer lo que tal vez no haría, ni diría un ciudadano en su vida privada. Ser reformista supone relativizar los motivos que le diferencian de sus oponentes para buscar puntos de acuerdo, supone tener la inteligencia suficiente para saber que no tenemos que empezar de nuevo continuamente y que tampoco debemos dar por terminado lo conseguido. También supone defender la Constitución del 78, pero no convertirla en un inmutable jeroglífico egipcio. Nos propone intentar crear un patriotismo tan laico como republicano desde la propia Carta Magna del 78, es sentir los símbolos de nuestra nación sin necesidad de esgrimirlos contra nadie. Es enfrentarnos a todos aquellos, a la derecha y a la izquierda, que en tantas ocasiones nos han hecho fracasar con las mejores intenciones y los peores resultados. Su pensamiento, sus ideas, desbordan los estrechos márgenes de los ideólogos neoliberales que escriben en hojas en blanco como si las circunstancias, el azar, el nacimiento en un lugar determinado o en una familia concreta no influyeran injustamente en el desarrollo vital de las personas. Igualmente se siente encarcelado con las propuestas de los neocomunistas, demasiado simples para los tiempos que nos han tocado vivir, y que adquieren mayor prestigio en Europa según el tiempo oscurece el recuerdo de las tragedias que provocaron en el siglo XX. Ser reformista hoy en España es huir de los fantasmas del pasado, del ambicioso sectarismo, de los estereotipos ideológicos del siglo XX y es entender el futuro como la oportunidad de realizar una sosegada aventura política.

El reformista tiende a valorar por él mismo las circunstancias que le rodean, tiene el arrojo de desprenderse de clichés ideológicos o religiosos y abomina de las políticas que se basan exclusivamente en la identidad de cualquier tipo porque resquebrajan el espacio público que forja los consensos ciudadanos fundamentales. En realidad entronca con la Ilustración al perder el miedo a elaborar sus propios juicios y renunciar en parte a ellos en la búsqueda de los acuerdos que organizan una vida social plural y armónica. No se opone a la globalización, ni le paralizan los cambios profundos que vivimos, se dispone a la inmensa tarea de gestionarla con la serenidad que da el hecho irrefutable de saber que siempre hemos sido capaces de administrar las novedades y aprovecharnos de ellas para progresar económica, social y moralmente.

Viendo la España actual, el reformista ejercería su espíritu crítico al resaltar que 40 años de concesiones, de actuar como si debiéramos algo a los nacionalistas, de relacionarnos con ellos como si fuéramos culpables hasta de sus desdichas personales, sólo han conseguido envalentonarlos y que se comporten fuera de toda responsabilidad ciudadana. Sabe que el incipiente terrorismo independentista en Cataluña nada tiene que ver con el que conocimos y padecimos durante decenas de años protagonizado por ETA, pero ve un peligro gravísimo en el amparo de las instituciones catalanes a estas acciones terroristas, abortadas por la Guardia Civil, y adivina que la irresponsabilidad institucional generará un estado de anomia que antes o después se expresará en un aumento de la delincuencia o en una acción terrorista con posibilidades de arraigar. Sabe el reformista que la seguridad legal y ciudadana son base y garantía de una sociedad libre y que su ausencia a quien más perjudica es a los más desfavorecidos. No haría del artículo 155 de la Constitución una bandera electoral, exigiría al resto de los partidos constitucionales un diagnóstico común y una acción pactada en Cataluña, enfrentando al independentismo a una política inamovible, dando igual quién gobierne.

El reformista no comparte el buenismo de los que proponen puentes para solucionar las migraciones provocadas por la miseria o por las represiones religiosas, políticas o identitarias. También sabe que ante la desesperación humana no hay muros suficientemente sólidos que impidan la huida masiva y dramática de quienes ven cerca un mundo promisorio. Analiza la capacidad de integración que tiene la sociedad en la que vive y exigiría a la Unión Europea un esfuerzo proporcional a la tragedia, que consiste desde luego en ayudas económicas, pero también en una fiscalización política y moral de los dirigentes de esos países. Si no se actúa con responsabilidad y valentía, el miedo, la inseguridad, la indiferencia o el buenismo pondrán la gobernación de este gran reto en las manos de quien cree que con muros o puentes todo se solucionará.

El reformista ve en la Unión Europea una gran oportunidad de ser protagonistas de la historia como lo hemos sido en los últimos 2.000 años. Supone la Unión Europea una gran esperanza de concertación política, económica, cultural y social, realizada por vías pacíficas y libres, por actos de libérrima libertad de sus socios. La culminación de esta aventura política, desconocida en la historia, supondría el mejor ejemplo, la representación más excelsa de la civilización. Pero es que convertirnos en un sujeto más de la acción política internacional no es una opción, es una imperiosa necesidad si queremos seguir siendo un centro de progreso económico, cultural y ético. En el caso de fracasar, cada país por su cuenta dejaría de ser relevante ante la aparición de grandes naciones que ya nos llevan la delantera en los ámbitos económicos y científicos, a pesar de que algunos de ellos carezcan de libertad o no hayan podido extraer de la máxima pobreza a grandes sectores de su población. Están apareciendo con fuerza y legitimidad formas de gobierno iliberal, populistas, que desprecian las convenciones democráticas y que exhiben por miedo al futuro que llama a nuestra puerta un proteccionismo nacionalista, y frente a esa alternativa deshumanizada se encuentra la de la Unión, basada en el humanismo, la libertad individual, la solidaridad y la democracia representativa. ¡Vaya si merece la pena esta gran aventura!

La educación, la crisis demográfica, el cambio climático, el paro endémico que afecta a los más jóvenes... ¡son tantos los retos que se plantan ante los ojos de los reformistas! Todos difíciles, todos apasionantes; igualmente todos con posibilidades de solución empleando la razón y un temple moderado que nos aleje de esos extremos que tantas desgracias causaron en el pasado. Estamos muy cerca de las elecciones, miren los amables lectores quien se acerca más a este esbozo tan incompleto como inaccesible del reformista y actúen en consecuencia, depositando su voto, porque esa España valiente y generosa existe, sólo es necesario que favorezcamos su aparición. Esa España completa, sin amputaciones, capaz de mirar un futuro que ha derribado con estruendo nuestra puerta porque siente orgullo y afecto por las páginas que ha escrito en la historia de la humanidad, está ahí.

Nicolás Redondo Terreros es miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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