La España vaciada (de representación)

En vez de especular sobre cómo influiría una hipotética candidatura del nuevo partido España vaciada en el escenario político español, quizá debiéramos analizar lo conveniente de su existencia.

Existen dos objeciones que la cuestionan.

La primera, de naturaleza socioeconómica, está relacionada con la dificultad que muestran sus promotores para comprender lo que, en palabras de Eugenio d'Ors es el sino de los tiempos o el fenómeno que ha ido marcando la historia humana desde hace al menos 200 años y, en especial, de los últimos 30: la globalización.

A menudo, tratamos sus dos distintas fases como si hubiesen tenido los mismos efectos, cuando estos han sido diametralmente opuestos.

En la primera, a finales del siglo XVIII, la revolución industrial transformó el concepto de la distancia. El comercio internacional se disparó y ello permitió a la parte del mundo que había tenido la fortuna de incubar la tecnología (o quizá el mérito de haber creado las condiciones previas para que esta germinase) concentrar toda la producción mundial y la consecuente acumulación de conocimiento en su territorio. Occidente amasó una riqueza extraordinaria y conquistó la hegemonía mundial por primera vez en cuatro milenios, creando una brecha entre las rentas del norte y del sur sin parangón en la historia humana.

En esta fase, el papel redistribuidor y vertebrador del Estado pudo ser, y de hecho fue, determinante porque, aunque de una manera desigual, Occidente fue un creador neto de riqueza. Bastaba con invertir bien en infraestructuras, educación y servicios sociales para que la renta se nivelase y la igualdad de oportunidades, aspiración de todo proyecto ilustrado, fuera real.

Aún siendo la vertebración territorial una cuestión teóricamente potestativa del Estado nacional, resultó muy complicado culminarla porque la industrialización cobró vida en las zonas que ofrecían las mejores condiciones, comenzándose así a fraguar la diferencia entre el mundo urbano y el rural que los Gobiernos no eran del todo capaces de controlar.

La fase iniciada en los años 90 ha tenido efectos completamente diferentes. Con el nacimiento de la tecnología digital, la llamada revolución de las cadenas globales de valor permitió el desplazamiento del know how del norte al sur, aprovechando sus bajos salarios. Este hecho ha supuesto la deslocalización de las fábricas, permaneciendo en Occidente solamente la parte de la gestión industrial cualificada.

Aunque la humanidad ha salido beneficiada en términos absolutos, en esta transferencia de conocimiento del norte al sur ha habido claros ganadores y perdedores. Las grandes empresas multinacionales han multiplicado sus beneficios, y algunos países en desarrollo, entre los que destaca China, han sacado de la pobreza a cientos de millones de sus ciudadanos.

Pero la clase trabajadora no cualificada de Occidente ha perdido, o bien sus puestos de trabajo, o bien una parte muy importante de su renta. Esta es la razón principal por la que el populismo no va a tener una existencia fugaz.

Ahora, los Gobiernos no se enfrentan solamente a la cómoda tarea de distribuir la riqueza creada, como ocurría en la primera fase, sino a la de ingeniárselas para fomentar aquellos eslabones de la cadena de valor en los que los países desarrollados todavía pueden ser competitivos.

Es necesario comprender que, tras esta segunda fase de la globalización, la línea de la competitividad que separa un mundo de otro no la marcan las fronteras nacionales, sino las redes y rutas globales de producción. Pues hemos pasado, como dice Parag Khanna en Conectografía, de un mundo westfaliano a un mundo de cadenas de suministro. Ya no se trata de saber qué sectores son productivos y cuáles no. Lo que condicionará la agenda y la planificación de los Gobiernos responsables será estudiar qué sección de cada cadena de valor puede permanecer en el país.

Aquí entra en juego el territorio. Las ciudades, como hubs de conocimiento, se han convertido en las nuevas fábricas de Occidente porque el talento digital tiende a concentrarse. Luchar contra este hecho incontrovertible que está esculpiendo la sociedad del siglo XXI es una quimera. Llevar las cadenas de valor al mundo rural es algo que escapa completamente de la acción de los Gobiernos nacionales.

Si la España o la Italia vaciadas desean prosperar, no lo harán arrancando al Estado lo poco que vaya quedando de este, sino contribuyendo a armar un verdadero plan nacional que asuma la era global que vivimos e incorpore al mayor número de personas en las cadenas globales de valor.

Obviamente, para ese viaje hacia la prosperidad no hacen falta las alforjas reaccionarias y populistas del partido que dice surgir para representar el vacío. Cuando alguien no sabe si apoyará un Gobierno de Vox o de Podemos, sólo queda claro que lo único que pretende es apoyarse a sí mismo.

La segunda objeción es de carácter filosófico y político, y estriba en la necesidad de comprender el principio representativo y la Nación al que está adscrito.

La Revolución francesa guillotinó el mandato imperativo del elector en atención a su compromiso con la soberanía nacional. Ese tránsito de la representación medieval a la moderna se basó en la Nación como unidad política, depositaria de la soberanía, y en sus representantes como aquellos a quienes confiar el ejercicio parcial de la misma.

A partir de entonces, ya no sería el mandato del elector el vehículo principal de la representación, sino la voluntad de esa unidad soberana que representa a toda la Nación. “Los diputados vienen a la Asamblea Nacional, no para anunciar los deseos ya fijados de sus electores, sino para deliberar y votar libremente según su real opinión, después de que esta haya recibido las luces que le habrá proporcionado la Asamblea”, mantuvo el abate Emmanuel-Joseph Sieyès.

“El Parlamento no es un congreso de embajadores que defienden intereses distintos y hostiles, sino una asamblea deliberante de una nación, con un interés: el de la totalidad”, aseguró posteriormente Edmund Burke.

Aunque se puede discrepar del modo en que la libertad política de los ciudadanos se desarrollaría a partir de entonces, parece claro que sus creadores lo hicieron impregnados de un espíritu tan loable y unas miras tan altas como mezquino resulta el de la España vaciada.

Nuestro Parlamento no puede convertirse en un zoco sin conciencia nacional y sentido común donde los diputados arrebaten al Presupuesto del Estado lo que pesen sus votos. Quienes apostamos por un cambio en la ley electoral siempre hemos defendido las ventajas del diputado de distrito, pero enmarcadas en un horizonte nacional y un proyecto de país. Ya tenemos suficiente con el chantaje independentista.

Por otro lado, si la causa de la aparición de la España vaciada es la disciplina de partido, que obliga a los diputados a desatender los territorios interiores de donde provienen, su surgimiento no aporta solución alguna. Cuando sus dirigentes entiendan que su poder no proviene de los votantes, sino del cargo que ocupan en el partido y comprueben que la ley de hierro de las oligarquías de Robert Michels funciona con la precisión de un reloj suizo, contribuirán a fortalecer la partidocracia como el resto.

Recordemos que no son las personas (bastaría con sustituirlas) las que pervierten el sistema. Es la ley electoral la que lo hace.

Lorenzo Abadía es empresario, analista político, profesor de Derecho Constitucional y fundador de la Campaña #OtraLeyElectoral.

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