La españolidad como techo de cristal

En el arte del engaño, el uso de divinas palabras es un arma principal. Valle-Inclán, en su obra así titulada, mostró el poder de amansar a las bestias, y a los bestias, que tienen los latinajos. Cuanto más incomprensibles, más poderosos.

También echó mano del latín el cura francés citado por Schopenhauer en su famosa dialéctica erística. Este cura, para no verse obligado a pavimentar el trozo de calle delante de su casa, como los demás ciudadanos, se amparó en una sentencia bíblica: paveant illi, ego non pavebo, y con ello convenció a los delegados de la comunidad. Poco importó que la frase latina significase en realidad "que tiemblen otros, yo no temblaré", y no lo que sus destinatarios habían creído entender, al interpretar paveant como el origen latino del francés paver, que significa "pavimentar".

Pero en los tiempos presentes, entre las divinas palabras no existe otra como la palabra izquierda. Es el latín de hoy; tiene esa misma áurea divina que tuvo antaño la lengua de la liturgia sacra, el mismo poder y la misma gloria. Como el latín, muy pocos entienden qué cosa pueda significar, pero aspiran su incienso y la mayoría cae seducida por su aroma.

La palabra izquierda actúa como un sortilegio que propicia malentendidos muy provechosos para aquellos que la pronuncian. A menudo el malentendido va mucho más allá del que sirvió al cura francés para zafarse de su responsabilidad para con sus vecinos, pues ese término de izquierda, y los que se le asimilan, puede llegar a ocultar realidades no ya distintas, sino diametralmente opuestas a su significado original.

Pensemos en cómo opera esa palabra en la política española actual, concretamente en un aspecto tan crucial para decidir el voto como es el identitario. La identificación entre la izquierda y la fragmentación identitaria es absoluta e incuestionable. Tanto es así que todo lo que remita a identidad común española es automáticamente vinculado a la derecha.

Es casi divertido comprobar cómo, según el Centre d’Estudis d’Opinió —el llamado CIS catalán—, los votantes tradicionales y tradicionalistas del pujolismo se consideran a sí mismos más de izquierdas que los votantes socialistas, situándose cercanos al tres en una escala del uno al diez, donde el uno es la extrema izquierda. El origen del razonamiento de estos votantes está claro: el hermanamiento de izquierda y nacionalismo ha consolidado el prejuicio de que uno de los criterios de demarcación de la izquierda, probablemente el más determinante a efectos de aritmética parlamentaria, es su rechazo a lo español, y, por consiguiente, cuanto menos español se sienta uno, más de izquierdas es.

A nadie se le ocultan, además, los beneficios de las políticas insolidarias. El nacionalismo vasco ha sacado buen provecho incluso de los crímenes terroristas, y no es menos obvio que la respuesta de la política española al nacionalismo catalán por haber estancado el avance del país durante una década, puesto en peligro su economía y en jaque la paz social no será otra que la de un premio: un premio que podrá ser sólo de consolación para los más hiperventilados, pero un premio, al fin y al cabo, justamente el premio que los instigadores de la rebelión buscaban desde el inicio.

Y el éxito es envidiable. Por eso, porque en España se priman las políticas insolidarias, esta especie exitosa ha traspasado las fronteras de los territorios nacionalistas para calar en todo el territorio. Hoy Teruel existe en la medida en que no exista España, en una suerte de suma cero de la que resultan enormes males generales sólo equiparables a los bienes obtenidos por los pocos beneficiarios de la fragmentación.

El engaño ha triunfado. La igualdad es hoy una cosa de derechas. Lo común es reaccionario y lo particular, progresista. Intelectuales como Félix Ovejero ya han denunciado la aberración de esa izquierda reaccionaria que reemplaza el discurso igualitario de la ciudadanía por la defensa a ultranza de la diversidad identitaria.

Sin embargo, la tontería va más allá. El sortilegio de la palabra izquierda y su vinculación a todo aquello que sea rechazo de la españolidad no sólo permite llevar a cabo unas políticas identitarias que están en las antípodas del igualitarismo de izquierdas, sino que permite también contravenir las propias políticas identitarias en los casos en que conviene.

Podemos tomar como ejemplo las políticas de discriminación positiva para romper techos de cristal. La idea que subyace en estas políticas es la de conseguir que el azar de nacimiento determine lo menos posible la capacidad de cada persona para desarrollar libremente su proyecto de vida. En este principio se asienta la apuesta de la izquierda por identidades colectivas desfavorecidas a lo largo de la historia. Quien ha nacido mujer, homosexual o magrebí tiene, según la izquierda, un hándicap de nacimiento para prosperar en nuestras sociedades que la política debe compensar. En un caso semejante se encontrarían los catalanes, los vascos y los gallegos, o los turolenses, los leoneses y los cartageneros. Todos tienen su hándicap; a todos les debemos algo.

Sin embargo, ¿qué ocurre con la identidad española? ¿Realmente una mujer que se sienta y declare española en Cataluña está más discriminada por ser mujer que por ser española? En territorios nacionalistas, ¿está en verdad más penado salir del armario como homosexual que como español? Y en las escuelas de los territorios donde prospera la plurinacionalidad, como las catalanas, ¿alguien cree que los magrebíes están peor tratados por el ecosistema educativo que los hijos de guardias civiles españoles?

Este mal no es nuevo. Nacer charnego en Cataluña fue desde siempre el mayor hándicap. Conectando con su racismo original y ante la mirada cómplice de la izquierda, el nacionalismo construyó con admirable perseverancia una de las sociedades con menor movilidad social de toda la OCDE. La españolidad ponía sobre la cabeza del recién nacido un techo de cristal más grueso que un antibalas.

La izquierda catalana fue consciente de esa intolerable perversión de sus principios y para acallar su mala conciencia propuso una solución que no hizo sino incrementar el problema: lo que decidió fue curar a los españoles de su españolidad.

Toda la política de cohesión social del PSC, la inmersión elaborada por Pepe González —¡que provenía de la federación catalana del PSOE!— y Marta Mata, responde a esa voluntad de redimir a los charnegos de la identidad impropia de nacimiento.

Así, la izquierda no atacó el techo de cristal, sino la condición de las personas que lo padecían. Para que nos entendamos, es como si en lugar de combatir el trato discriminatorio a la homosexualidad se hubiera organizado un sistema educativo orientado a curar a los homosexuales de su desvío. En esto los ideólogos de la izquierda catalana actuaron embargados de tanta buena fe como aquellos sacerdotes de antaño.

Y siguen en ello, sólo que ahora su espíritu redentor se ha extendido por toda España.

Pedro Gómez Carrizo es editor.

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