Hacía tiempo que una declaración de un presidente del PNV no despertaba tantas esperanzas como las que ha suscitado el artículo de Josu Jon Imaz criticando la intención del lehendakari Ibarretxe de convocar un referéndum -ilegal- para aprobar su plan soberanista. Sólo podría comparársele el famoso y efímero «discurso del Arriaga» de Xabier Arzalluz, en el que aquél esbozó un nacionalismo abierto y democrático, si tal cosa fuera posible. Los iniciados aseguran que esa flor de un día fue fruto de una inspirada improvisación oportunista forzada por la escisión de Garaikoetxea. Con o sin espíritu del Arriaga, el PNV siguió siendo el de siempre. El cisma de 1986, por el que EA se desgajó del tronco principal, obedecía mucho más a la lucha personal por el control del poder nacionalista que a una hipotética voluntad de reorientar en profundidad el partido de Sabino Arana, empeño condenado de antemano al fracaso melancólico.
¿Estamos ante un caso diferente? ¿Debe entenderse el artículo de Imaz como el hacha de guerra de un nuevo nacionalismo emergente, democrático y moderado, enfrentado al fundamentalismo étnico y alucinado de Ibarretxe y Egibar? No lo creo, aunque desde luego sí que ha conseguido el efecto, como cuando el discurso del teatro Arriaga, de estimular la fantasía de que el PNV se incorporará alguna vez al elenco de partidos políticos normales, dejando de ser un movimiento nacional mesiánico dirigido por líderes carismáticos, como es -para sus devotos- Juan José Ibarretxe. Imaz, el buen chico educado, con carrera e idiomas, encarnaría esa vieja esperanza, ese elefante blanco de un nacionalismo constructivo, moderno, realista, civilizado.
Sin juzgar los méritos personales del actual presidente del PNV, indudablemente más simpático y creíble que su predecesor, lo cierto es que su crítica a Ibarretxe contenía pocas novedades de peso, si excluimos la relativa de fijar que el final del terrorismo era tanto un asunto policial como una condición indispensable para... la puesta en marcha de los planes soberanistas, que siguen siendo la estrategia oficial del PNV desde el pacto de Lizarra. Recordemos que también Ardanza alcanzó gran popularidad defendiendo una política de acoso policial a ETA que, como enseguida pudo verse, era mera gesticulación para sosegar a una galería cada vez más impaciente.
La crítica de Imaz sería más digna de ser tomada en cuenta si anunciara el abandono del soberanismo que comparte todo el arco nacionalista, del PNV a ETA, con sus dos pilares básicos: la autodeterminación, travestida de «derecho a decidir», y la territorialidad, es decir, la exigencia de fundar un ente territorial vasco que incluya a Navarra y también «Iparralde», el país vasco-francés. Esto brilla por su ausencia en el artículo de Imaz, que se limita a criticar la precipitación del lehendakari en su recurrente anuncio de que va a convocar un referéndum soberanista. Anuncio muy viejo y reiterado que no había motivado hasta hoy disidencia pública alguna dentro del PNV. ¿Qué ha pasado esta vez para que aflore este distanciamiento, liderado por Imaz en persona?
Seguramente dos cosas fundamentales: una de carácter más descarnadamente político, el hecho indubitable de que la estrategia de Ibarretxe ayuda a ETA mientras debilita al PNV -debilitado a su vez por luchas internas de escaso trasfondo ideológico-, y otra más idiosincrásica: es otro conflicto creado por la bicefalia desquiciada del partido de Sabino Arana.
Imaz tiene toda la razón al denunciar que todo progreso en la dirección querida por Ibarretxe convierte a la banda terrorista en la máxima beneficiaria de ese proceso, y es más, en la referencia central del nacionalismo vasco en estado puro, en detrimento del PNV. Que Ibarretxe asegure que su intención es contribuir a reactivar el «proceso de paz» con su referéndum hace todavía más evidente esa consecuencia para cualquiera menos alucinado que el inquilino de Ajuriaenea porque, como él mismo se encarga de repetir día sí y día también, que ETA no deba decidir la agenda política no es otra cosa que aceptar la continuidad del terrorismo. En efecto, la razón última del descarrilamiento anunciado del «proceso» emprendido por Zapatero con la banda es que ésta exigía al gobierno de España concesiones imposibles, las mismas perseguidas por el plan de Ibarretxe: avances irreversibles hacia la autodeterminación y la territorialidad. En este contexto, el referéndum no haría sino avalar las exigencias de ETA e imponer la negociación con el terrorismo, perjudicando la posición negociadora de Zapatero. Lógicamente, los socialistas se han apresurado a aplaudir la «valentía» de Imaz.
Lo que no hace en ningún momento Imaz, insisto, es coger el toro por los cuernos y condenar el tipo de estrategia soberanista que Ibarretxe pretende implementar contra viento y marea, con o sin terrorismo activo. Y no puede hacerlo porque, problemas de procedimiento al margen -hacerlo significaría tanto cono enmendar la plana al EBB y demás órganos del PNV, un partido complejo donde los haya-, el nacionalismo de su partido es el de Ibarretxe: étnico, intolerante con el otro no nacionalista y tolerante con el terrorismo abertzale. Las ideas nacionalistas originales, la herencia de Sabino Arana, ponen al intento de Imaz, si éste fuera algo más que una sobreinterpretación foránea, ante un límite imposible de traspasar. Dar el salto de romper con el derecho vasco a la independencia y a la unidad territorial de los «euzkos», que diría Sabino, es tanto como abandonar la comunidad nacionalista: ni más ni menos.
Precisamente para impedir este tipo de giros dramáticos disfruta el PNV de una bicefalia de hecho que garantiza la intangibilidad de su doctrina básica, aunque cada cierto tiempo atraiga todo tipo de problemas y disgustos al vetusto partido. Mientras los responsables nacionalistas de las instituciones se dedican a la gestión convencional y práctica de la administración pública -con amplísima corrupción incluida-, el núcleo duro doctrinario vigila que el disfrute del poder no reblandezca la tensión mesiánica del patriotismo tribal, es decir, que el partido no se entregue a engordar lo que Arzalluz denominó, con gráfica imagen, los michelines sobrantes del cuerpo místico del nacionalismo. La novedad es que en esta ocasión es el presidente del partido, Imaz, quien defiende una postura pragmática y posibilista enfrentada al fundamentalismo alucinado. Pero, obligado a elegir, pocas dudas caben de que el partido elegirá seguir siendo lo que es, marginando a Imaz y saliendo del conflicto como pueda.
La otra posibilidad es que Imaz encabece un cisma al estilo del de Garaikoetxea, pero de sentido contrario: más moderado y posibilista. También eso parece improbable, aunque sería una estupenda noticia: el PNV es tan democrático, según sus admiradores, que todos ganaríamos con su duplicación.
Carlos Martínez Gorriarán, profesor de la UPV.