La esquiva realidad libia

Abdulrazag Elaradi ha sido hasta las elecciones del 11 de julio uno de los representantes de Trípoli en el Consejo Nacional de Transición. Elaradi personifica ese calificativo tan de moda estos días en el mundo árabe: islamista moderado. Suele usar trajes sin corbata y en vez de una larga barba prefiere lucir un moderno bigote, bajo el cual sonríe generosamente. Estudió en Egipto y Estados Unidos, y en su página de Facebook (donde tiene casi 600 amigos) describe sus creencias religiosas como “musulmán con amor”.

Semanas después de la muerte de Gadafi, Elaradi recibía a delegaciones internacionales y periodistas en su oficina en Trípoli. Lo primero que declaraba en un correcto inglés nada más empezar sus entrevistas fue: “Esta revolución la hemos hecho todos los libios juntos, no pertenece a una tribu o a una ciudad”.

Ya entonces preocupaban los riesgos de fragmentación del país. En las calles de Trípoli, milicias armadas de diferentes ciudades competían por el dominio de barrios y puntos estratégicos como los dos aeropuertos de la ciudad. Pero para Elaradi, los sacrificios hechos por todos los libios durante un duro conflicto de ocho meses les uniría para afrontar los retos que quedaban por delante. Cuando se le preguntaba sobre las perspectivas electorales de los islamistas en Libia, aseguraba que poco tendrían que ver con los de Túnez o Egipto “porque Gadafi sembró el miedo durante demasiados años”. Pronosticaba que “los liberales y los islamistas tendrán peso, pero los nacionalistas serán los más influyentes”.

En aquel momento, estas explicaciones resultaban confusas. Si Gadafi había sido tan odiado, ¿por qué iba a influir tanto el futuro voto de los libios? ¿Y a quién se refería cuando hablaba de nacionalistas?

Ocho meses más tarde se han cumplido los augurios electorales de Elaradi. Con una participación del 60% y sin incidentes serios de seguridad, la coalición liderada por el ex primer ministro interino Mahmud Yibril ha más que duplicado los resultados de los islamistas moderados del Partido Justicia y Construcción. Yibril se ha presentado bajo un lema nacionalista con referencias al islam mientras que los islamistas moderados han intentado distanciarse de la marca de los Hermanos Musulmanes, asociada con la influencia externa egipcia.

Los resultados han sido recibidos por muchos en Occidente como una noticia positiva en el contexto político regional dominado por islamistas. Sin embargo, los medios internacionales siguen pintando un panorama sombrío de Libia: un país al borde del colapso en el que milicias armadas, tribus enfrentadas y grupos separatistas ponen en entredicho el futuro del país como tal.

El análisis más profundo de dos acontecimientos que tuvieron lugar en el país en los últimos meses sugieren algunas pistas para entender mejor la esquiva realidad de la Libia pos-Gadafi.

El primero fue la toma del aeropuerto de Trípoli por una milicia armada de Tarhouna, una pequeña ciudad al sur de Trípoli. Los thuwar (revolucionarios) protestaban por la desaparición de su comandante, supuestamente en manos de otra milicia. Tras 24 horas de sitio y sin la situación del comandante esclarecida, una delegación de alto nivel logró que la milicia abandonase el aeropuerto.

Al tener lugar semanas antes de las elecciones, los medios internacionales presentaron el incidente como un ejemplo de la inseguridad y el caos que existe en el país. En ningún caso se explicaba que, a diferencia de Túnez o Egipto, la rápida desintegración del débil Ejército libio dejó un vacío de poder que ocuparon un centenar de milicias armadas como la de Tarhouna, creadas prácticamente a nivel de barrio durante la revolución.

Aunque se resisten a desarmarse y no es raro que escaramuzas entre las milicias terminen con bajas mortales, los libios reconocen que, en general, estas actúan responsablemente. Cumplen labores tan importantes como patrullar los barrios y proteger las fronteras. Algunas incluso han empezado a integrarse dentro de las incipientes fuerzas de seguridad nacionales. En Trípoli o Bengasi, donde vive uno de cada tres libios, los niveles de criminalidad son más bajos que en muchas ciudades europeas.

Otro momento revelador fue la solemne declaración de autonomía de la región occidental de Cirenaica en marzo. Impulsada por un grupo de líderes tribales asociados con la familia real al Sanusi —que gobernó el país hasta el golpe de Estado de Gadafi en 1969—, la declaración de Barqa dio pie a titulares sobre la inminente desintegración del país e incluso la balcanización de Libia.

Muy al contrario, la declaración fue recibida con manifestaciones a favor de una Libia unida, y la coalición local de milicias armadas, los consejos locales de la región y los Hermanos Musulmanes la rechazaron contundentemente. Sin dejar de lado que algunas ciudades —especialmente en el Este, marginado históricamente— reclaman hoy mayores derechos y competencias, los libios parecen rechazar movimientos que puedan ser interpretados como separatistas.

Evidentemente, para los libios, el orgullo de lo local es compatible con el nacionalismo; una realidad que ya se manifestaba las semanas después de la muerte de Gadafi, cuando en las calles de Trípoli se entremezclaban las banderas libias y amazigh (de los bereberes) con grafitis celebrando la valentía de ciudades como Misrata o barrios como Fashlun en Trípoli.

Pero poner en perspectiva lo catastrofista de los titulares que normalmente se leen sobre la Libia pos-Gadafi no supone menospreciar la gravedad de los retos que afronta el país.

Tras 42 años de la política de “divide y vencerás” de Gadafi, abundan las tensiones. En los últimos meses han tenido lugar importantes conflictos entre grupos étnicos en el desértico sur que casi no han tenido eco en los medios internacionales. En Kufra, por ejemplo, la etnia toubou, de origen subsahariano, se ha enfrentado a la tribu árabe zuwayy por el control de lucrativas rutas de contrabando dejando más de 150 muertos.

Y los resultados electorales auguran unos meses de difíciles negociaciones. El Congreso Nacional recientemente elegido está compuesto por 80 miembros de partidos políticos y 120 individuos.

Para llegar a acuerdos en temas tan complicados como el reparto de los beneficios energéticos o las competencias de las autoridades locales, la coalición de Yibril tendrá que lidiar con un pintoresco popurrí de jefes de milicias locales, jeques tribales y hombres de negocios.

Hacer balance de los últimos meses en Libia no es tarea fácil. Los factores positivos parecen superar a los negativos, pero el progreso es muy lento. En el futuro quizá lo más sabio sea no olvidar otro de los lemas que Abdulrazag Elaradi espetaba a sus visitantes: “Sorprendimos a todos con nuestra revolución, ahora seguiremos sorprendiendo al mundo”.

Juan Garrigues es investigador principal del CIDOB.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *