La estación de las frustraciones

Si la leyenda bíblica del Paraíso hubiese sido ambientada en un paisaje invernal, y Eva hubiese sido tentada por una serpiente para arrancar una edelweiss, y, tras ello, hubiera comprobado que las pieles que cubrían su cuerpo desaparecían, y sentía un frío terrible, no tendríamos tan mitificado el verano, porque al estar asociado al paraíso terrenal, está también asociado a los terrenos tropicales. La hipótesis es imposible, porque las serpientes no soportan el frío –tampoco el calor agobiante– y, al ser de sangre fría, en cuanto bajan las temperaturas se esconden bajo la tierra, que todavía conserva algo de calor. Una serpiente habladora en Finlandia, enroscada a un manzano es imposible. Bueno, el diablo puede convertirse en una serpiente que incluso conviva con los osos y los pingüinos, pero el manzano, si no es el diablo, sólo puede crecer y dar fruto en climas templados. Estoy convencido de que un teólogo puntilloso aduciría que la sensación de frío y calor era desconocida por Adán y Eva antes de cometer el pecado original y, por tanto, la climatología podía no ser tropical, porque si hubiera sido tropical el diablo se habría enroscado a una palmera llena de jugosos cocos o a un platanero. Aceptado. Pero como las abstracciones teológicas no solemos cultivarlas los ciudadanos corrientes, la desnudez nos sugiere un clima caluroso, y para encontrar a una persona desnuda en Finlandia o en Suecia hay que entrar a una sauna, porque hasta los veranos son muy cortos. Como decía una vieja hipérbole: «El verano pasado en Noruega fue estupendo: cayó en sábado».

La estación de las frustracionesLa misma disminución del número de prendas, la asistencia a playas y piscinas, proyectan en nosotros una superación de sujeciones obligadas, que comienza con el abandono del abrigo y terminan en esa sensación placentera de sentir la arena húmeda o caliente bajo la planta de los pies, esa extremidad distal, que creo que está compuesta de casi una treintena de huesos, y que la mayor parte de la jornada la embutimos en calcetines, medias, botas y zapatos. Los primeros días de la llegada a la playa, los pies, que sólo notaban su libertad en el suelo de la ducha o entre las sábanas nocturnas, deben percibir tal grado de inusual exacercelación, que si tuvieran la capacidad de hablar nos darían las gracias más efusivas. Quiero decir que, a medida que aumentan las temperaturas y la necesidad de cubrir el cuerpo sólo se suscita por la costumbre del pudor, no es ajeno que comencemos a creer que hemos llegado al paraíso, puede que no al bíblico, pero al menos a un sucedáneo que posee bastantes semejanzas.

De una forma mecánica, lógica y cerebral, las expectativas de libertad y placer aumentan, sobre todo en las edades tempranas, cuando la experiencia de numerosos fracasos en veranos anteriores, frenan y apaciguan nuestras alocadas esperanzas.

En realidad, el paso del tiempo nos presenta dos etapas: la primera es cuando lo peor del verano es el regreso, y, la segunda, en la que la vuelta, el encuentro con la rutina, es casi un placer, poner rumbo a Ítaca, aunque Ítaca sea la oficina, y sin sirenas ni cíclopes por en medio. Más aún, me atrevería a decir –aun a riesgo de que se inunde de protestas la sección de cartas al director– que aquellas personas de madurez certificada por la fecha de nacimiento, y que se sienten molestas al terminar el periodo de vacaciones, mantengo la hipótesis de que ello puede ser debido a un desarreglo entre su madurez física y su falta de madurez intelectual. No lo aseguro, pero permítanme la duda.

Podría escribir la boutade de que, un verano, en la más tierna juventud, hice un viaje en autostop desde Zaragoza hasta Miami. Y no faltaría a la verdad si añadiera que se trataba de MiamiPlaya, un conjunto de urbanizaciones, cercanas a Salou, en la costa tarraconense. Como soy muy cobarde, me ayudó en el empeño un buen amigo, José Luis de Arce, que luego sería un brillante ejecutivo empresarial, y como desconfiábamos de que los conductores tuvieran caridad con nosotros, nos llevamos una tienda de campaña, por si la necesitábamos para pasar noche... Y la necesitamos. Tardamos 23 vehículos y casi treinta horas. Mereció la pena, porque al final de la aventura me encontré con María, sin tener muy claro entonces que sería la madre de mis hijos, y con Carmen, mi futura suegra, que nos proporcionó posada a mi amigo y a mí en el chalet que tenían alquilado. Aquellas cuarenta y ocho horas me hicieron olvidar el catálogo de furgonetas que nos habían llevado a mi anhelado destino, pero también es cierto que el regreso me inundó de esa frustración que te envuelve, al comprobar que los paraísos terrenales son muy breves.

Pasados los calendarios, descubres que el paraíso es un apartamento estrecho, cuyo pequeño balcón no mira al Mediterráneo, sino a una alquitranada y gris zona de aparcamientos; que los amigos maravillosos, con los que tantas cenas y encuentros gratos has disfrutado, se convierten en unos seres egoístas, antes de cumplir la semana; o que los niños no tienen una salud de hierro y se estropean igual que los automóviles, y este capítulo de la automoción daría para largos y variados relatos, donde descubres, en los talleres de las pequeñas poblaciones, desde personas bondadosas y honestas a escondidos bandoleros y estafadores, que hubieran hecho una brillante carrera en las mafias cercanas o en las del otro lado del océano. Hay momentos idílicos, repentinamente rotos por visitas inesperadas; minutos de paz, quebrados por el lloro de un niño; siestas placenteras destrozadas por la taladradora de una obra cercana, y plácidas perspectivas de una escapada nocturna que se desvanecen al descubrir que, en agosto, hay que reservar mesa en cualquier restaurante, aunque no esté de moda.

A ello hay que añadir el fracaso de los amores inesperados, que estropea la distancia con la llegada de las primeras lluvias, o esos otros amores furtivos, clandestinos, que pueden destrozar varios años de feliz y complacida convivencia. Y algo peor: el terrible descubrimiento de una pareja, exentos de las separaciones a las que les obligan los deberes profesionales, de que no soportan una proximidad continuada y sin pausas, de que han cambiado tanto los dos que la perspectiva de continuar unidos se les antoja insoportable. Por eso, entre finales de septiembre y primeros de octubre, se acumulan casi la mitad de las peticiones de divorcio.

Y, mientras eso sucede, otras gentes que buscan una playa, no para tomar el sol, sino para calmar su hambre y su anhelo de libertad, se adentran en el mar para cambiar de vida y, la mayor parte de las veces, lo que encuentran es la muerte.

Y me gusta el verano. No puedo evadirme de esa asociación cultural con el paraíso, de esa liberación de dejar atrás las aulas del instituto, de ese cosquilleo de vísperas felices. Pero ya sé que todo ello viene acompañado de numerosas frustraciones, tan diversas que conviene recordarlas para no ser imprudentes. Al fin y al cabo, la experiencia sólo sirve para aplicarnos la leve vacuna de no excedernos en las ilusiones.

Luis del Val, escritor.

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