La estela del terror

Al acercarse el décimo aniversario de los grandes atentados de Al Qaeda, estamos en condiciones de apreciar hasta qué punto es válido el planteamiento de Martha Crenshaw al contemplar el terrorismo como una forma específica de violencia para cuya explicación resulta preciso tomar en consideración el contexto histórico en que surge. Luego será preciso rastrear los efectos que produce, tanto sobre ese marco como sobre los comportamientos y las mentalidades de los grupos sociales, los individuos y las instituciones afectados. Porque como cualquier otro fenómeno social y político, el terrorismo es analizable, y también como cualquier otro modo de acción presenta zonas oscuras, que empiezan, igual que en el genocidio, por su propia definición, partiendo del intento por los propios interesados de enmascarar su contenido. Botón de muestra: el terrorismo disfrazado de "lucha armada" o edulcorado como "violencia" en el lenguaje de los dos nacionalismos en Euskadi. Hay también zonas similares a un no man's land, donde efectivamente el terrorismo converge con otras formas de actuación agresiva, singularmente en lo que viene denominándose "terrorismo de baja intensidad" (nuevo ejemplo vasco, la kale borroka).

Pero precisamente son esas tácticas de enmascaramiento y esas fronteras inseguras las que permiten singularizar el fenómeno terrorista, en sus múltiples variantes. Y desautorizar el recurso habitual, utilizado por tantas explicaciones que acaban en justificaciones, orientadas a no afrontar el terrorismo en cuanto tal, desviando los focos hacia una supuesta causa exterior, cuya entrada en escena acaba convirtiendo a las víctimas en responsables de la agresión sufrida. Es "la opresión de Euskadi" o el "problema vasco" sin resolver desde 1839, que a partir de los años setenta han permitido a tantos verdugos voluntarios, tal vez ciudadanos ejemplares en otros aspectos, y sobre todo a sus apoyos sociales, eludir el verdadero problema, que no es otro que la práctica terrorista, con su carga de deshumanización radical, superior a la de la propia guerra. Si pasamos al 11-S, el chivo expiatorio es inevitablemente el imperialismo americano, o judeo-americano para el mundo árabe, heredero de la carga precedente de todas las culpas sobre el "colonialismo". Lo importante en este tipo de exculpación indirecta no es su insistencia en destacar las responsabilidades históricas o políticas de las políticas colonialistas o imperialistas, cosa perfectamente justa, sino que las mismas son introducidas como simple coartada para descalificar toda aproximación al terrorismo realmente existente.

Hubo dominio colonial francés sobre todo el Magreb, pero la opción de derivar la lucha hacia el terrorismo fue una decisión en Argelia propia del FLN, del mismo modo que hubo opresión política y cultural sobre Cataluña y no surgió ETA. La invasión de Irak por Estados Unidos constituyó un tremendo error político; junto a eso, y por encima de todo, fue un crimen contra la humanidad, al haber lanzado sobre imputaciones falsas una guerra y una ocupación que causaron decenas de miles de muertos, lo cual debería convertir hoy a George W. Bush en un hombre juzgado y condenado por sus decisiones con mayor razón que los genocidas menores que van a parar a La Haya. A pesar de lo cual, Al Qaeda no fue una respuesta a Bush, de la misma manera que las Brigadas Rojas o el terrorismo del Tirol del Sur no nacieron para combatir un régimen fascista, o ETA intensificó sus crímenes cuando llegó la democracia. Stalin no fue la causa de Hitler, ni Hitler de Stalin, ni los crímenes del uno borran los del otro. Al encarar este o aquel terrorismo, el establecimiento de falsas relaciones de causalidad, inductoras de un efecto de inversión de responsabilidades, es demasiado frecuente y solo sirve para esconder el fondo del problema, promoviendo en definitiva la absolución de los terroristas.

Lógicamente, al buscar la citada inversión, tales estrategias exculpatorias se cuidan de borrar todo cuanto contribuya a una explicación endógena de los procesos terroristas, y en especial de ignorar su dimensión teleológica, su finalidad, cuyo conocimiento, al lado del examen de los recursos técnicos e ideológicos -con frecuencia religiosos-, es la clave para la eventual aplicación de medidas políticas y culturales de prevención.

Pensemos de nuevo en el caso vasco. La historiografía ha progresado en las dos últimas décadas por lo que toca a la reconstrucción de procesos sociopolíticos y acontecimientos, pero si en las obras de mayor circulación sigue difundiéndose la imagen de un Sabino Arana racista como cualquier otro en su época, sin entrar en su religión política del odio montada sobre ese racismo, con la consiguiente violencia que la acompaña tanto en su origen como en su transmisión posterior en la historia del nacionalismo hasta ETA, no entenderíamos nada de lo sucedido en el último medio siglo. O entenderíamos lo que al PNV interesa, ensalzando la modernidad del movimiento y preguntándonos sin buscar respuesta cómo una sociedad culta y progresiva pudo abrigar el terrorismo (perdón, "la violencia"). Solo que también en el nacionalsocialismo fueron modernos, y surgió en la culta y progresiva Alemania de Weimar, pero no por generación espontánea, lo mismo que las Brigadas Rojas emergen de la modernización espectacular que Italia experimentó en los años sesenta. Hubo en todos los casos una gestación de ideologías de la violencia, legitimadas por mitos sobre los cuales nadie se preocupó en incidir. Con el nacionalismo vasco sucede otro tanto, y es esa mentalidad discriminatoria que le sirvió de base, y alentó luego el terror, lo que aún hoy debiera preocuparnos.

Con el islamismo después del 11-S ha sucedido algo similar, por lo que concierne a la eliminación de los contenidos ideológicos, tanto para entender la lógica de los grandes atentados como para apuntalar el futuro. Así, mientras Bush ponía en marcha su catastrófica idea de cruzada, fue sorprendente la insistencia de tantos arabistas en refugiarse detrás de esa cortina de humo. Sin percibir que a partir de una lectura del Corán y de las sentencias de Mahoma, perfectamente acotada por los propios yihadistas, resulta posible individualizar las fuentes de su terrorismo, separar islam de islamismo (y yihadismo) y plantear la deseable adecuación entre visión islámica del mundo y democracia.

Para muchos ha sido más fácil echar balones fuera, negando toda posible conexión entre la lectura pretendidamente ortodoxa de los textos sagrados que propone el islamismo radical, y la legitimidad, y las formas del terror practicado por Al Qaeda y otros grupos yihadistas. Claro es que al adoptar semejante política del avestruz, en nombre de una oposición por lo demás ineficaz a la islamofobia, quedan borradas las posibilidades de analizar y contribuir a la difusión de un islam progresista. Si proponemos que no existe vínculo alguno entre ese terrorismo internacional y lo que pudo predicarse o difundirse en el siglo VII, no hay razón alguna para esforzarse en analizar un proceso tan complejo de transmisión de la violencia. Consecuencia: la tal islamofobia cabalga hoy feliz, favorecida por la crisis económica, sin que los clamores para sofocarla tengan la menor incidencia, ya que se hacen en nombre de un islam realmente inexistente. Incluso en términos teológicos, la angelización es la premisa de la satanización. Sobran apologistas y falta impulso para el conocimiento del islam: se premian simplezas y estudios capitales están sin traducir.

Entretanto, el disparate de Irak ha hecho inevitable el desastre a cámara lenta de Afganistán. Menos mal que sí cabe anotar datos positivos en una partida, la de los mecanismos de seguridad a escala internacional, inicialmente desbordados, tanto el 11-S como el 11-M. Cabe confiar en el mantenimiento de esa barrera, que compensa las espectaculares insuficiencias de la actuación internacional en los planos de la formación y de la ideología. Sin olvidar los daños colaterales en cuanto al funcionamiento de las relaciones de alteridad, entre los colectivos culturales y religiosos. Más allá de Estados Unidos, en Argelia, en una Europa con minorías musulmanas en ascenso, los efectos perversos del terrorismo sobre las mentalidades siguen reproduciéndose.

Antonio Elorza, catedrático de Ciencia Política.

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