La estética de la pandemia

Un coro ensaya en Zoom. Credit Reuters
Un coro ensaya en Zoom. Credit Reuters

Netflix se ha adelantado a la compañía biofarmacéutica Gilead: la serie documental sobre la COVID-19 ha llegado mucho antes que la vacuna. El primer capítulo comienza con primeros planos de dirigentes mundiales y acaba con un mosaico de gente jugando o bailando en sus casas y balcones en marzo de 2020. Aunque esa división multipantalla sea un recurso clásico del lenguaje audiovisual, todos los espectadores pensamos ahora en lo mismo al verlo: Zoom.

Nada es ajeno a la moda ni a las industrias de la representación. La estética de la pandemia tuvo durante las primeras semanas un icono indudable, la mascarilla, que ya ha entrado en la lógica del diseño y de la producción de accesorios. Pero durante las semanas de encierro son las aplicaciones de videoconferencias y reuniones virtuales las que han proporcionado los símbolos visuales más reconocibles de la profunda alteración social que ha supuesto la COVID-19. Representan perfectamente cómo los gobiernos, las empresas, la educación o el ocio siguen en activo pese a los respectivos confinamientos.

La imagen de esa cuadrícula de rostros en lugares distintos resume lo que somos en estos momentos: una sucesión de celdas con ventanas de píxeles que comunican con otras celdas. Una colmena infinita y virtual. La pantalla subdividida recuerda a una fachada compartimentada en balcones. Y a una micrografía que muestra una red de virus iguales, cada uno con su corona de proteínas. Y esos son los tres tipos de imágenes más frecuentes de la prensa de las últimas semanas: las pantallas de Zoom y otras aplicaciones, los mosaicos de balcones y las criomicroscopías electrónicas que representan al patógeno que ha puesto en estado de alarma al mundo entero.

Tienen en común la ausencia de protagonismos individuales, una geometría sin privilegios. Zoom Video, al margen de un par de opciones cosméticas, carece de filtros, es decir, de formas de singularización. Su estética es maoísta, uniforme. Si en la literatura medieval la muerte es la gran igualadora social y en la tradición literaria de las plagas se insiste en que los virus no distinguen entre clases, no es de extrañar que la gran plataforma de representación de esta pandemia no permita la diferenciación estética entre reuniones de trabajo y celebraciones con amigos, entre ensayos de orquesta y conciertos en directo, entre cibersexo y funerales.

Junto con otras plataformas de videoconferencias y los programas de edición de vídeo más populares, Zoom ha provocado la existencia de un nuevo OCVI (objeto cultural vagamente identificado). Un tipo de vídeo —que se difunde desde YouTube a WhatsApp— en que coros, orquestas, compañías de teatro o de ópera y colectivos de signo diverso realizan actuaciones conjuntas, a menudo con espíritu solidario. Desde la FIFA hasta el London Theater, pasando por la banda Thao & The Get Down Stay Down o Celtas Cortos y profesionales sanitarios españoles, son muchísimas las instituciones, marcas y agrupaciones que han recurrido a esa estética para tratar de viralizar sus propuestas. Porque en ella la forma transmite el fondo: pese a la atomización social, nos mantienen unidos el reto común y los cables de fibra óptica.

Si los clips colaborativos ya eran una práctica creativa habitual durante las últimas décadas, esas herramientas tecnológicas los han democratizado hasta permitir que —literalmente— cualquier grupo de personas pueda publicar su proyecto. “La creación, exhibición e intercambio de vídeos crea las condiciones necesarias para una forma de arte común, que se diferencia de la cultura comercial de la que se deriva por su rechazo a obtener beneficios y por su deseo de compartir sus obras con otras personas que las valoren”, escribió a principios de los años noventa Henry Jenkins en Piratas de textos. La subcultura fan fue la primera en captar el cambio de paradigma entre el siglo XX y el XXI: del monólogo con audiencias pasivas a la conversación multitaleral y recreativa; de la producción vertical al intercambio horizontal.

El director ejecutivo de Zoom Video, Eric Yuan —quien ha ingresado en las últimas semanas en la lista de los hombres más ricos del mundo— ha repetido en varias ocasiones que en el centro de la experiencia del usuario de su herramienta está la felicidad. Ha pasado en unos meses de diez millones de participantes a alrededor de trescientos millones y se ha convertido en un símbolo de la pandemia. Ya averiguaremos en el futuro si utiliza o no las imágenes para entrenar a algoritmos en el reconocimiento facial, o si trafica o no con los datos de las reuniones que alberga —como se teme—; pero de momento representa una visión de la realidad igualitaria y directa, sin filtros embellecedores, sin seguidores ni seguidos.

La biología está acelerando la digitalización del mundo y emergen narrativas de una nueva escala humana, que dejan atrás el selfi y la autoficción para encontrar formas de representarnos más humildes, más acordes con el lugar que nos corresponde realmente en el planeta Tierra. En plena pandemia, sin nadie que asuma el liderazgo mundial, sin héroes que no sean colectivos, las imágenes que mejor representan la realidad son las de pantallas divididas en celdas.

Si el siglo XX empezó en 1914 con el icono de una chaqueta ensangrentada, la del archiduque Francisco Fernando, cuyo asesinato en Sarajevo desencadenó la Primera Guerra Mundial, me pregunto con qué símbolo visual ha comenzado el XXI. Si lo hizo en 2001 con la imagen —repetida en loop— del desplome de las Torres Gemelas o si lo está haciendo ahora, con esas pantallas carentes de espectáculo, que reproducen, monótonas, las pequeñas ventanas desde las que contemplamos el nuevo mundo.

Jorge Carrión es escritor, crítico cultural y director del máster en Creación Literaria UPF-BSM. Es autor de los ensayos Librerías y Contra Amazon.

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