La estetización de la política

Hasta hace algún tiempo, el primer día de colegio producía escenas dramáticas. La angustiosa inquietud de los niños, la mirada compasiva de las madres (los padres solían ahorrarse el trago) ante lo que vivían como un abandono prematuro de sus criaturas, y la sonrisa serena de maestras y maestros que parecían perfectamente preparados para afrontar la crisis. ¿Qué era lo que los padres sabían —pero callaban— y los niños adivinaban como una infame faena ideada para amargarles la vida? Era, ni más ni menos, que al cruzar el umbral de la escuela, como víctimas de una epidemia que había que combatir, los pequeños iban a ser “despiojados” de su identidad. Una vez dentro del aula, ya no les valdría invocar a sus papás, y sus mimos, lágrimas y carantoñas no conmoverían al maestro, en cuyos ojos no había rastro de complicidad, sino únicamente el brillo del imperativo que se había enseñoreado de la pizarra, ya fuera éste el teorema de Pitágoras, el árbol del sintagma nominal o la cronología de las guerras médicas.

Ante semejantes entidades, los niños sentían cómo se eclipsaban sus nombres y apellidos y todos ellos se volvían trágicamente iguales. Se trataba de un auténtico rito de iniciación a la ciudadanía moderna a través de uno de sus rasgos estructurales: la radical distinción entre la igualdad y la identidad. La primera designa la condición que los ciudadanos adquieren al ingresar en el espacio público. La segunda, la que configura su vida privada.

Por supuesto, este es solamente el esquema ideal de la sociedad moderna. Todos sabemos que, con la excusa de que eran “asuntos privados”, se han enmascarado y perpetuado muchas desigualdades de hecho que pervertían la igualdad formal. Pero el que sea un ideal no significa que sea un engaño para ingenuos o una coartada ideológica. Significa que es la condición insoslayable bajo la cual los parlamentarios tienen que legislar, los jueces que dictar sentencias, los Gobiernos que gobernar y los periodistas que informar, precisamente con la intención de que la distancia entre los hechos y los derechos sea cada vez menor. Porque la identidad, convertida en categoría política, es inseparable del conflicto social. No sólo porque es fuente de conflictos, sino porque se alimenta de ellos: las identidades se constituyen contra otras identidades rivales por las que se sienten agraviadas.

Las instituciones jurídicas gestionan estos conflictos tratando a todos los ciudadanos como iguales (en derechos), independientemente de su identidad. Pero el largo trecho entre el ideal y la realidad se pone de manifiesto cuando en el espacio público se advierte que hay ciudadanos que, por no serlo del todo, están marcados por su identidad. Es decir, que son desiguales. La escuela pública, tal y como la he presentado hace un momento, representa uno de los más importantes mecanismos para eliminar esas desigualdades.

Pero ya he advertido que esta imagen es antigua. Hoy, en el patio del colegio, la identidad le ha ganado bastante terreno a la igualdad. El tan denostado “uniforme” ha dejado paso a una orgía de signos externos que marcan la identidad de sus portadores, y no es extraño que, en su nombre, se exija que la hipotenusa, el complemento del nombre o Temístocles se adapten a sus necesidades expresivas, de la misma manera que los nacionalistas exigen que las Constituciones se adapten a sus sentimientos nacionales. Incluso, el alineamiento con un partido político, que empezó siendo una forma de participar en los asuntos públicos, se ha convertido hoy en un signo de aversión tribal al enemigo más que en un cauce de resolución de conflictos.

En el origen de este cambio hay, sin duda, muy buenas intenciones: ante todo, las de sacar del terreno de lo privado los estigmas que impedían a ciertos colectivos alcanzar la ciudadanía plena. No diré que esto es una trampa del neoliberalismo para confundir las lenguas de los oprimidos en la torre de Babel de la diversidad y así desactivar la revolución proletaria. No tengo nostalgia de las barricadas y las semanas trágicas, y mucho menos de las cazas de brujas que hacían de los diversos el chivo expiatorio de todas las desdichas. Y entiendo que esta exhibición pública de la diversidad sea sentida por muchos como una forma de reivindicar la igualdad, reivindicación que comparto sin matices. Este tipo de demandas políticas adquieren un refuerzo simbólico cuando los demandantes se hacen visibles en el espacio público. Pero no creo que su objetivo sea hacerse visibles —ya lo son demasiado para quienes les discriminan—, sino hacerse iguales.

Walter Benjamin hablaba en 1936 de cierto proyecto político cuya meta era satisfacer el deseo de los explotados de exhibirse y expresarse, precisamente para evitar así que reclamasen sus derechos. En una coyuntura personal y políticamente infernal, él llamaba a ese proyecto “fascismo”. Yo, que no estoy tan apurado, me limito a reparar en que la crisis económica ha restringido las políticas de igualdad que fueron la base del bienestar jurídico y social de la posguerra mundial, y que requieren una formidable inversión pública. Y que estas han sido a menudo sustituidas por las políticas de identidad, que, por operar ante todo en el dominio simbólico (es decir, en el de la expresión y la exhibición), resultan a corto plazo más baratas.

A largo plazo, sin embargo, pueden generar el espejismo de que los derechos de los ciudadanos se apoyan, no en lo que tienen en común con todos los demás (por ejemplo, el teorema de Pitágoras), sino en lo que les distingue de ellos. Esto es lo que Benjamin llamaba “la estetización de la política”, algo que, según él, culmina necesariamente en la estética de la guerra. Y aunque esta guerra se libre sólo en el terreno simbólico y su principal campo de batalla sean las “redes sociales”, en ella la igualdad tiende a confundirse con un privilegio que nace de la identidad, y a quienes disfrutan de derechos civiles plenos, como privilegiados por su identidad (ideológica, sexual, religiosa, étnica, cultural, lingüística, etcétera). Y el resentimiento que así se genera contra la propia noción de ciudadanía malamente pueden aplacarlo las instituciones del Estado de derecho que se sustentan en esa noción. De ahí la enorme popularidad que han adquirido el antagonismo irreductible, el ciberbullying y las ofensas a la identidad como conceptos políticos, en detrimento de la desgastada noción de “consenso”.

Y es por todo ello que los nuevos escenarios políticos muestran una inequívoca afinidad con los igualmente nuevos patios de las escuelas públicas, en los que todo el mundo puede visibilizar inmediatamente la diversidad, pero los maestros pueden ya hacer muy poco para corregir las desigualdades que se disimulan demagógicamente.

José Luis Pardo es escritor.

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