La eterna promesa de la Primavera Árabe

La eterna promesa de la Primavera Árabe
John Moore/Getty Images

La Primavera Árabe, que estalló hace una década, fue una cruzada por la dignidad humana cuyos protagonistas trataron de superar décadas de represión, pobreza y desigualdad. Ocurrió en dos olas, la primera se formó en Túnez, Egipto, Libia, Siria y Yemen; la segunda, en 2019-20 en Argelia, Sudán y Líbano.

Lamentablemente, ninguna de ellas concretó totalmente los objetivos de los manifestantes. En lugar de experimentar una transición genuina hacia la libertad y la justicia social, casi todos los países de la Primavera Árabe regresaron a diversas combinaciones de autocracia y varios niveles de pobreza y violencia. Excepto por Túnez, en cierto grado, la mayoría de las sociedades árabes están actualmente más polarizadas y fragmentadas que nunca.

La democracia no es como el café instantáneo, necesita un entorno favorable y una cultura acogedora para prosperar y crecer. La historia de colonialismo y las dos décadas de autoritarismo posteriores implicaron que ese entorno no existiera en el mundo árabe. Quienes se sublevaron y tomaron las calles aborrecían los regímenes que los sometieron a la tiranía durante tanto tiempo, pero carecían de una visión clara y unificada del cambio que buscaban.

«Pan, libertad y justicia social» era el cántico en las manifestaciones, pero traducirlo a una realidad más democrática resultó extremadamente problemático. Sin una sociedad civil robusta y vibrante —sindicatos, partidos políticos, asociaciones y medios independientes— fue imposible acordar un plan para la transición después de la rápida caída de los dictadores árabes; las instituciones necesarias para posibilitar una cohesión social verdadera simplemente no existían.

Una vez que eliminó la traba de la represión, los revolucionarios se escindieron en diversas líneas ideológicas. La dura situación política, social y económica de la región había llevado a muchos musulmanes a creer que solo la certidumbre de su fe podía ofrecerles un refugio frente a la miseria y la promesa de un futuro mejor... y, tras el estallido de la Primavera Árabe, un profundo cisma dividió a los islamistas y los laicos.

Esta falta de cohesión social y consenso sobre los valores básicos resultó el principal talón de Aquiles para los esfuerzos de democratización en el mundo árabe, permitió que los restos de los antiguos regímenes se reagruparan, recombinaran y recuperaran rápidamente con el consabido vigor autoritario.

Una vez que el antiguo régimen se reconstituyó, la lucha en la mayor parte de los casos se convirtió en un feroz combate por el poder entre el arraigado «estado profundo», los militares, y diversos grupos religiosos (las únicas fuerzas organizadas no estatales). Cada uno tenía su propia agenda, y la mayoría eran alérgicos a la democracia y la modernidad.

En esta lucha se perdieron los intereses de las masas que habían iniciado la Primavera Árabe con la esperanza de una vida mejor: alimentos, seguridad, educación de calidad, atención médica decente, y una cuota de libertad y dignidad. Excepto por unos pocos títeres que fueron captados por quienes estaban en el poder, los manifestantes terminaron marginados o perseguidos, muchos, desalentados, sencillamente bajaron los brazos.

Algunas potencias extranjeras se entrometieron significativamente, porque consideraban que la región era demasiado importante como para permitirle determinar su propio futuro. Quienes se vieron amenazados por la idea de la democracia trabajaron activamente para debilitarla; otros, sorprendidos con la guardia baja, estaban preocupados principalmente por la estabilidad y sus intereses geoestratégicos, que durante décadas estuvieron estrechamente conectados con los eternos gobernantes autoritarios de la región.

El apoyo económico y técnico necesario para sostener el cambio, al igual que el asesoramiento práctico y legal necesario, nunca llegaron. Por ejemplo, aunque Túnez solo necesitaba desesperadamente una asistencia económica modesta para facilitar la transición nadie se la ofreció, porque ese país no era considerado importante desde un punto de vista estratégico. Sudán es un ejemplo más reciente de esto.

En consecuencia, a menudo se cree que quienes promueven la democracia y los derechos humanos usan esos valores como instrumentos para sus propios intereses. Con la intensificación de las luchas internas de poder también aumentaron las intervenciones políticas y militares extranjeras, que intensificaron el caos y las fracturas en la región, exacerbaron la violencia y debilitaron las esperanzas de lograr libertad y dignidad en el futuro cercano.

Pero la historia sugiere que la búsqueda de libertad, aunque siempre larga y accidentada, es inevitable e incontenible. A pesar de los muchos reveses, la numerosa población joven del mundo árabe trocó la apatía en conciencia y participación, empoderada, en todo esto, por las redes sociales.

Cuatro lecciones de la Primavera Árabe pueden resultar útiles para orientar la trayectoria política de la región. En primer lugar, es clave una sociedad civil independiente y activa; sin plataformas que organicen y promuevan el cambio, los llamados a la reforma son fácilmente sofocados.

En segundo lugar, es importantísima la cohesión social para evitar intromisiones extranjeras. La reconciliación ideológica, la definición de la relación entre la religión y el Estado, y la voluntad para comprometerse son cimientos indispensables para que funcione el Estado democrático.

En tercer lugar, la transición hacia la democracia debe ser gradual. Así como nadie pasa directamente del jardín de infantes a la universidad, el proceso de democratización debe ser inclusivo y estar cuidadosamente calibrado, con metas claras. Un punto de partida podría ser una visión común para mejorar los derechos humanos.

La lección final de la Primavera Árabe —trágicamente evidente en Libia y Siria— es que hay que persuadir a quienes están en el poder de que les conviene sumarse; en todo régimen, el cambio gradual es ciertamente preferible a la perspectiva de un levantamiento abrupto que amenace con reemplazar a quienes están en el poder por un vacío de poder.

Mohamed ElBaradei is a Nobel Peace Prize laureate.

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