La euroorden, mucho más importante que Puigdemont

Cuando escribo esto no he podido aún acceder a la resolución que ha concedido la euroorden contra el señor Puigdemont por malversación, denegándola por los otros hechos por los que ha sido procesado. He leído la nota de prensa, pero como no soy adivino voy a evitarme discutir o analizar argumentos que ignoro. Sin embargo, la reacción que la decisión ha provocado aconseja recordar algunas cuestiones generales.

¿Sirve para algo la euroorden? Asombra que haya que preguntarse esto, pero, puesto que el eurodiputado del Partido Popular, señor González Pons, ha reaccionado pidiendo al Gobierno español que suspenda la aplicación del acuerdo Schengen, y puesto que el portavoz, por Ciudadanos, en el Congreso de los Diputados, señor Girauta, ha afirmado que esta decisión supone un retroceso hacia un espacio de "impunidad europeo", voy a detenerme en dos o tres obviedades. Para el establecimiento de una zona común de seguridad y justicia, el caso singular de los golpistas catalanes tiene una influencia minúscula comparado con el excelente y habitual cuasiautomatismo con el que funciona la ya famosa lista de delitos de la Decisión Marco de 13 de junio de 2002; la que afecta a terroristas, explotadores sexuales y tratantes de seres humanos, vendedores de pornografía infantil, traficantes de drogas y de armas, violadores, blanqueadores de dinero, corruptos, falsificadores, asesinos y homicidas, secuestradores, ladrones, estafadores y, en general, otros sujetos de la peor calaña. ¿La tiramos por la ventana porque no hubo acuerdo para incluir en ella delitos de perfil muy concreto, afectados a veces por idiosincrasias históricas y políticas? Esa sería una noticia estupenda para esa caterva de gentuza. Yo, qué quieren que les diga, prefiero este sistema que funciona en la inmensa mayoría de los casos a la extradición tradicional, con sus ataduras, sus intermediarios políticos y sus tiempos eternos. Eso sí que facilitaba la impunidad.

Desde el primer momento era evidente que, a diferencia de la malversación, los hechos que el Tribunal Supremo había calificado indiciariamente como rebelión o sedición no encajaban en los supuestos de la lista. La consecuencia legal es que se aplicaría el principio de doble incriminación: solo si los hechos son delito en Alemania, Alemania debe entregar al afectado. Ésta es otra obviedad: que un tribunal haga lo que ley prevé no supone ninguna quiebra, ni de la ley, ni del espacio de seguridad y justicia europeos.

Más obviedades: es francamente estúpido concluir que los políticos secesionistas presos en España son presos políticos porque el tribunal de Schleswig-Holstein haya afirmado que no hay delito -algo que por cierto no ha hecho-. Un tribunal alemán puede decidir qué es delito en Alemania, pero no puede decidir qué es delito en España. La euforia manifestada por voceros del mundo secesionista y por el propio implicado en la decisión es, como en tantas otras ocasiones, hija de la mentira y el deseo. Además, lo discutido es la narración contenida en el auto de procesamiento y en las aclaraciones remitidas después por el magistrado Llarena: el tribunal no decide si los hechos realmente sucedieron o no, o cómo -algo que corresponde en exclusiva a los jueces que habrán de juzgar-, sino que se limita a si, tal y como se le narran, son delito en su país. Veamos esto.

Como dictaminó el Tribunal de Justicia de la UE, en Auto de 25 de septiembre de 2015, para cumplir la exigencia de la doble incriminación no importa el nombre del delito -importan los hechos, no su calificación jurídica, artículo 2.4 de la Decisión Marco- y tampoco importa la pena prevista en Alemania (bastaba con que la pena en España fuese -como es- superior a 12 meses de prisión). Éste era el meollo: ver si los hechos que todos conocemos (iniciados en 2015 y que alcanzaron su momento más intenso en los días 20 de septiembre y 1 de octubre de 2017) podían calificarse, en Alemania, como delito de alta traición (81 CP alemán), o de coerción a órganos constitucionales (105), o de alguno de los delitos contra el orden público previstos en los artículos 125 o 242 del mismo texto.

Y han resuelto que si el equivalente de Puigdemont en un land organizase un referéndum ilegal con una finalidad constitucionalmente prohibida, incumpliese órdenes de los tribunales y, concertándose con otros, utilizase las instituciones, incluida la policía, creando y facilitando las condiciones para que ese plan prohibido se llevase a la práctica, admitiendo la posibilidad de que se produjesen enfrentamientos violentos y asumiéndola, esto en Alemania no sería delito. Sí, yo también estoy perplejo; es extraordinario que Alemania se encuentre inerme de esta forma. Como dije previamente, sin conocer la resolución no se puede dilucidar hasta qué punto una conclusión tan llamativa es razonable, aunque hay elementos en la nota de prensa intranquilizadores: por ejemplo, las referencias al control mediato -espiritual- de Puigdemont sobre los elementos violentos o la discusión sobre si pretendía secesionar Cataluña o solo forzar una negociación con el Gobierno español. Si el tribunal alemán no juzga y es cierto que confía totalmente en los tribunales españoles -como se afirma en la nota de prensa-, debería haber evitado cuestiones al alcance solo de quienes tomarán la decisión definitiva tras presenciar toda la prueba, en un proceso público y contradictorio.

En todo caso, los jueces aciertan o se equivocan y, en ocasiones, se dejan llevar por sus prejuicios. Quién sabe: a lo mejor no confían tanto en nuestros jueces, pese a lo dicho, y nos miran por encima del hombro. Pero no por eso le pegamos fuego al sistema. Porque, ¿qué se pretende? ¿exigir al Gobierno alemán lo que decimos que el Gobierno español no puede hacer, presionar a los jueces?

Llegados a este punto, el Tribunal Supremo tendrá que decidir el paso siguiente considerando, en particular, los derechos de los encausados. Puede negarse a admitir la entrega y mantener la orden de prisión contra los fugados para el caso de que regresen a España, lo que no impediría que el resto de los procesados pudieran ser juzgados. Puede admitir la entrega de Puigdemont, lo que supondría que éste no pudiera ser condenado por rebelión o sedición, aunque sí por malversación. En este caso, de ser condenado por malversación, el señor Puigdemont tendría, una vez cumplida la pena, la posibilidad de marcharse de España libremente para no ser procesado por rebelión o sedición -salvo, claro está, que los otros procesados resultasen absueltos por estos delitos-, siempre que lo hiciera en un plazo de cuarenta y cinco días, ya que el principio de especialidad así lo prevé: la negativa a la entrega no es un cheque en blanco. También puede el Tribunal Supremo plantear una cuestión prejudicial si considera que el tribunal alemán ha aplicado erróneamente el derecho europeo una vez conocida la resolución.

Mientras todo esto sucede o no y mientras seguimos encarcelando a pederastas y asesinos, podríamos dedicarnos a intentar mejorar el sistema. No, desde luego, liarnos a romper lo construido por arrebatos pasionales nacidos de la frustración o a salirnos de un espacio de seguridad compartida. Recordemos que el golpe -que ha existido aunque los hechos no supongan delito de rebelión, opinión por la que me inclino- fue posible porque el Estado no utilizó a tiempo, contra los que se hacían fotografías con las resoluciones del Tribunal Constitucional desobedecidas, el procedimiento legal natural: el artículo 155 de la Constitución. Antes de echarnos al monte y hacer levas -que somos mucho de calarnos el chapeo y mirar de soslayo-, no estaría de más un poco de autocrítica. Esa inacción inexplicable es la razón esencial del escepticismo de nuestros vecinos europeos: ¿cómo va a ser grave que representantes públicos perpetraran abiertamente todas esas cosas tan feas prohibidas por la ley, si se les mantuvo en sus cargos alegremente hasta el último día -seguro que se preguntan-? Pues sí, fue muy grave, y aunque quedemos mal, habría que reconocer que nuestra inveterada afición al perfil bajo en esto de cumplir y hacer cumplir las leyes se encuentra en el origen de nuestros males.

Tsevan Rabtan es abogado y autor de Atlas del bien y del mal (GeoPlaneta, 2017).

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