La Europa de la energía

Hemos pasado, recientemente, uno de los momentos culminantes de toda democracia, el ritual electoral para configurar el Parlamento Europeo. Y lo hemos hecho sin pena ni gloria, más con pena que con gloria, dado el alto grado de abstención y el poco seguimiento de las noticias posteriores sobre la formación del Parlamento. Nos encontramos ante una ignominia hacia las instituciones y símbolos europeos, como si no nos jugáramos nada en estas esferas, como si no nos afectaran las decisiones que se toman, como si no pudiéramos hacer nada para determinar el color político para liderar Europa. Podríamos creer, como apuntan algunos, que, más que desprecio o ignorancia, la ciudadanía de nuestro país quiere manifestar su crítica hacia esas instituciones. Pero los datos de las encuestas nos acercan más a la primera tesis, a la indiferencia altiva. Los datos que intentan medir el grado de sentimiento europeo existente en la población de Catalunya y España nos muestran una alienación remarcadamente estable en el tiempo, desde la entrada de España en la CEE hasta la actualidad, pese a la presencia creciente del impacto europeo en nuestras vidas.

La conclusión más evidente no es que el proyecto europeo esté condenado al fracaso, sino que la política europea no resulta inteligible para la ciudadanía, y que esta no encuentra la explicación al juego político europeo. El diagnóstico, sin embargo, no deja de ser parcial; se olvidan y se silencian todos los éxitos de los proyectos de cooperación y colaboración que hacen que Europa esté donde está y sea lo que es. Una de estas historias, remarcable y única por su ambición, alcance y antigüedad, se sitúa precisamente en uno de los campos más relevantes para el futuro de la humanidad, el energético, un campo a priori más proclive a la confrontación que a la colaboración.

Se trata del proyecto ITER (International Thermonuclear Experimental Reactor), que significa camino en latín, un camino que lleva hacia un hito europeo único, común. El proyecto es hijo de la guerra fría, y su nacimiento se remonta a la cumbre de Ginebra de 1985 en la que participaron los presidentes Mijail Gorbachov, Ronald Reagan y François Mitterand. A lo largo de todo ese trayecto recorrido hasta la actualidad, el proyecto ha conseguido proveerse de un funcionamiento cooperativo y constructivo, superando las diferencias entre los socios que se le han ido sumando. En la actualidad, el ITER cuenta con siete socios: China, EEUU, Rusia, Europa, Japón, India y Corea del Sur.

Pese a la multilateralidad internacional del proyecto, el líder que tira del carro a nivel de tecnología, presupuesto y recursos de todo tipo es la Unión Europea; Europa como entidad única, con una sola voz, y reconocido así por el resto de socios, como si fuera un monolito inmune a las disputas nacionales internas. Y digo «como si» porque es obvio que la negociación entre países europeos no es fácil, aunque de momento han sido posibles acuerdos en nombre del progreso científico. La experiencia demuestra que trabajar conjuntamente en función de los intereses y necesidades generales de Europa, construir una política común en materia energética, es viable. Esta colaboración científica permite encontrar lo mejor de todos los estados europeos, aprovechar las sinergías positivas que se generan a través de la colaboración y la movilidad de investigadores, construir redes creativas y dinámicas que ayuden a entender un nuevo modo de trabajar y de sentirse europeos.

Si bien la construcción del reactor se hará en Francia, desde Barcelona se decidirá el destino de 6.000 millones de euros, que son el 50% del total del presupuesto del proyecto. Y en este proceso Barcelona tiene un papel muy destacable a desarrollar al ser la sede permanente de la secretaría europea del proyecto ITER.

Y esto, ¿cómo nos afecta a nivel interno? Es evidente que se trata de una oportunidad de oro para las empresas catalanas y españolas, tanto industriales como de servicios, y también para los laboratorios y centros de investigación en innovación energética. Se trata de una oportunidad en un doble sentido: primero, porque la proximidad de la secretaría puede hacernos atrevidos y permitir ver con ojos posibilistas la participación en muchos concursos punteros que el ITER genera; en segundo lugar, porque puede servir de plataforma para lanzar la industria y la investigación catalanas a nivel europeo e internacional.
La construcción de Europa también pasa por creer que podemos sentirnos con pleno derecho en el contexto europeo, con las mismas condiciones y sin los prejuicios y sentimientos de inferioridad que a veces parecen planear entre un sector de la industria catalana. La competición y los números de contratos adjudicados hasta la fecha a través del ITER demuestran la plena competencia y potencialidad de la industria catalana. Solo hay que creer un poco más y confiar plenamente en los proyectos que van haciéndose realidad.

Para concluir, diré que el sueño de una Europa diferente, con identidad propia y que no se mueva por las lógicas estrictamente estatales, no es lejano ni irreal, sino posible y factible. Lo que ya es una realidad en el campo de la ciencia puede convertirse en modelo para el campo de la política. Así, haciendo una política realmente europea y haciéndola inteligible a la ciudadanía, quizá tendríamos más motivos para creer que vale la pena votar en las elecciones del Parlamento Europeo.

Max Vives-Fierro, director de la Fundació Catalunya Europa.