La Europa de la paranoia

Cuando apareció en Gran Bretaña la primera vacuna conocida y eficaz contra la viruela, el rey Luis XVI de Francia, un soberano ilustrado, se vacunó en público con su esposa María Antonieta y sus hijos: corría el año 1778. Hacía falta valor, porque la vacuna de la época, sobredosificada, provocaba como reacción una miniviruela que, a partir de entonces, inmunizaba contra la enfermedad. El gesto del monarca pretendía persuadir al pueblo parisino de que la ciencia podía vencer ya a la enfermedad. La reticencia de los franceses de entonces se debía al rechazo a cualquier medicina, pues pensaban que solo Dios decidía el destino de los hombres. Además, se trataba de una vacuna inglesa, una invención de Edward Jenner.

Frente al Covid-19 que, desde hace un año, asola nuestra Europa y el mundo, observamos que ciertas ideas populares permanecen inmutables. Porque, según los sondeos de opinión disponibles, dependiendo del país del continente, entre un tercio y la mitad de la población rechazaría una vacuna si se la ofrecieran. Pero los motivos para el rechazo han cambiado respecto al siglo XVIII: solo queda el miedo. Ya no se basa en la religión o en la xenofobia; hoy los antivacunas invocan malas razones que son reflejo de nuestro tiempo y coinciden con las denominadas ideologías políticas populistas. Si se consultan los estudios de opinión, se observará que quienes rechazan o afirman que rechazarían la vacuna, se declaran, al mismo tiempo, desconfiados, incluso hostiles hacia las élites, los expertos, los de arriba, que pretenden imponer a los de abajo su visión del mundo, su ciencia, sus soluciones. Esta rebelión desde abajo coincide con los votos antiglobalización, antieuropeos, nacionalistas, que constituyen la base tanto de los partidos de extrema izquierda como de los de extrema derecha. A esto se añade cierto tufillo a anticapitalismo, ya que las nuevas vacunas contra el Covid son producidas por laboratorios farmacéuticos cosmopolitas y gigantes, sin una identidad nacional bien definida. Por supuesto, los antivacunas sospechan que estas empresas multinacionales se están enriqueciendo, lo que es cierto, pero sin ellas, y sin sus ganancias, no tendríamos ninguna vacuna. Por mi parte, prefiero contribuir a la prosperidad de Pfizer y tener una vacuna segura antes que recurrir a las vacunas chinas y rusas, que tienen virtudes dudosas y no enriquecerán a los accionistas sino a los burócratas comunistas. Pero observo, con pesar, que este argumento excesivamente racional no hace mella en los antivacunas, que se dejan llevar por sus emociones y no por la razón.

De modo que, volviendo a nuestra comparación inicial con el siglo XVIII y la vacuna contra la viruela, no podemos evitar observar una paranoia europea constante, que ahora se disimula detrás de un argumento modernizado. La paranoia actual se distingue de la antigua porque toma prestado su vocabulario de los paradigmas contemporáneos, un poco de marxismo adulterado y una pizca de informática. Un rumor, entre otros, resume este neopopulismo pseudocientífico: escuchamos y leemos en las redes sociales que el auténtico objetivo de la vacuna anti-Covid sería inyectarnos a todos un chip electrónico casi invisible conectado a un ordenador central que, en manos de Bill Gates (Microsoft), Mark Zuckerberg (Facebook) o Jeff Bezos (Amazon), todos financiados por George Soros (financiero estadounidense y judío), daría a estos nuevos amos del mundo un poder absoluto sobre nuestros pensamientos, nuestras acciones y nuestros destinos. En esta visión fantasmagórica y apocalíptica, encontramos, obviamente, estructuras psicológicas eternas.

Así, una de las teorías de la conspiración, la más extendida en el siglo XIX, explicaba la Revolución Francesa y las transformaciones que de ella se derivaron con una operación concertada de los masones, financiada con oro inglés. El autor de esta fantástica tesis, el padre jesuita Barruel, fue uno de los más leídos de su tiempo. Otro éxito de ventas a principios del siglo XX, el Protocolo de los Sabios de Sión, urdido por una agencia de propaganda bajo las órdenes del zar de Rusia, anunciaba la conquista del mundo por un complot judío. Los nazis hicieron un gran uso de ella. Está claro que no se necesitan las redes sociales para difundir la paranoia en Europa; siempre ha sido más fuerte que el miedo a la muerte.

¿Hay una explicación para esta negación de la realidad, este rechazo de la ciencia, esta pasión por las tramas, que hoy acechan más a Europa que a Asia, aunque Europa es, en principio, el continente de las Luces? Un filósofo y psicoanalista francés llamado Pierre Bayard lo explica por la pasión occidental por los relatos, desde Homero hasta Cervantes, pasando por Victor Hugo y John Le Carré. Nos encanta que nos cuenten grandes historias y la inyección secreta de un microchip conectado a un ordenador central es, claramente, una historia más cautivadora que la de un ácido ribonucleico mensajero (ARN) que solo nos salvará del Covid-19. Pero no exageremos el poder de las fábulas: al final, los franceses, siguiendo a Luis XVI (a pesar de que mientras tanto le cortaron la cabeza), se vacunaron contra la viruela y apuesto a que, cuando las vacunas antiCovid estén realmente disponibles, incluso los antivacunas se vacunarán. Al final de la historia, siempre gana Sancho Panza.

Guy Sorman.

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