La Europa democrática

La Europa democrática tiene una razón para estar de fiesta y otra para ponerse de luto. La victoria del hiperreaccionario y clerical-nacionalista Andrzej Duda, con el apoyo de los obispos wojtilianos y de Radio María, quien se ha comprometido a “trasladar Budapest a Varsovia”; es decir, a importar esa Constitución en clave de fascismo posmoderno que oprime hoy a Hungría como modelo para poner fin a las libertades polacas nacidas con el sindicato Solidaridad, es una lápida sobre las esperanzas de todo el ámbito europeo excomunista. Que esa tumba solo sea provisional depende de la responsabilidad o irresponsabilidad de las instituciones europeas, que hasta ahora no se han inmutado ante el rumbo liberticida de Hungría, pero que firmarán el suicidio de la Europa democrática si persisten en su indolencia.

Afortunadamente, los europeos que siguen tomándose en serio la “liberté, égalité, fraternité” pueden unir sus voces al canto de esperanza entonado por los ciudadanos de Madrid y Barcelona. La victoria de Manuela Carmena y de Ada Colau es una extraordinaria señal que ofrece una alternativa concreta, realista, racional, ante la crisis en la que le ha sumido el dominio de Merkel y el culpable conformismo de los partidos socialdemócratas. Sus personalidades son la mejor síntesis de esa “otra Europa” al fin posible: legalidad y solidaridad social.

Manuela Carmena es una juez que ha demostrado cómo la legalidad puede constituir de verdad (parafraseando a Vaclav Havel) “el poder de los sin poder”; cómo la lucha sin cuartel contra la corrupción político-económica puede aunarse con la defensa de los más débiles, y convertirse en su premisa. Su elección es también la pacífica venganza democrática del innoble alejamiento de la judicatura de Baltasar Garzón, promovido, con fraternal armonía entre PP y PSOE, por todo el establishment. Y la prueba de que masas crecientes de ciudadanos españoles han tomado conciencia de que frente a políticos, industriales y banqueros corruptos, la única política económicamente sensata, además de moralmente correcta, es la tolerancia cero.

Ada Colau es la otra cara de esta necesaria lucha contra el establishment del privilegio que está destruyendo Europa: la negativa a que los que paguen la crisis sean los pobres en vez de los especuladores, los ciudadanos que no puedan pagar su hipoteca o alquiler en vez de los bancos y los tahúres de las finanzas sin reglas. Representa un impulso de autoorganización de la lucha social, una respuesta ante el riesgo de resignación, apatía, atomización, que arrebata a cualquier democracia el oxígeno necesario.

Podemos y su líder, Pablo Iglesias, han ganado el reto más difícil, el de las elecciones locales en las dos capitales, donde no basta con recoger el voto del descontento, donde los ciudadanos piden programas concretos y credibilidad personal para llevarlos a cabo. Iglesias ha sabido plantear una estrategia de unidad completamente diferente de los tradicionales cárteles de los minoritarios partidillos de extrema izquierda, una unidad arraigada en la sociedad civil y en las mejores energías que se manifiestan en esta. Que en noviembre pueda instalarse en La Moncloa no puede ser considerado retórica de visionarios o jactancia propagandista; es la apasionante posibilidad de que España se ponga a la cabeza de una Europa decidida a tomarse en serio la democracia.

Porque de eso se trata. La democracia significa igualdad soberana, realización autónoma, es decir, autoconferirse leyes de-todos-y-de-cada-uno. Exactamente lo que el establishment lleva dos generaciones extinguiendo progresivamente, a través de dos procesos diferentes, pero paralelos y en viciosa sinergia: el monopolio de la política por parte de un gremio de profesionales, la casta, donde los intereses corporativos y autorreferenciales de la partitocracia desatienden las necesidades y exigencias de los ciudadanos; y el sometimiento de esa política al hybris de las ganancias, al desencadenamiento sin reglas de los apetitos financieros, a la santificación indiscutible de toda desigualdad. Un proceso que prepara un alucinante futuro de hiperliberalismo autocrático, que en la China del maoísmo turbocapitalista ha encontrado ya la tierra prometida.

Podemos puede suponer un antídoto y una esperanza. Siempre que sea capaz de mantener su radicalidad y sepa liberarse de la sugestión de una celebración acrítica e indiferenciada de ciertas experiencias latinoamericanas.

Paolo Flores d’Arcais, filósofo y director de MicroMega, ha publicado ¡Democracia! (Galaxia Gutemberg, 2013) y Por una democracia sin Dios (Trotta, 2014). Traducción de Carlos Gumpert.

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