La Europa flexible

Hace cien años se fueron de aquí un millón y medio de españoles. El conteo se hizo en 1915 y los que se fueron, en un éxodo que duró una década, se dirigían principalmente a Latinoamérica, y algunos otros a Francia. Un millón y medio de personas son mucha gente, por ejemplo, en la ciudad de Barcelona vivimos un millón seiscientos mil. Esta cifra de españoles emigrantes, que después de la Guerra Civil creció, cuando menos, otro medio millón, y más tarde ha seguido creciendo hasta estas alturas del siglo XXI, ponen de relieve nuestra pésima memoria y nuestra mezquindad, a la hora de aceptar, de mala gana, los menos de 20.000 refugiados sirios que nos ha destinado la Unión Europea.

Esos millones de españoles que se han ido de aquí durante el último siglo, han sido recibidos en otros países y la mayoría de estos ha logrado establecerse, y conseguir un trabajo o montar un negocio e incluso hacer fortuna. Cientos de miles de españoles se han ido de aquí para mejorar su vida, y la de sus descendientes, y esto ha sido posible gracias a que en los países a los que llegaron fueron recibidos de buena gana, no con ese miedo ni ese repelús con el que nosotros, y por supuesto también el resto de países europeos, recibimos a los emigrantes sirios.

La Europa flexibleLa historia de los emigrantes españoles se ha repetido, con distinta intensidad, en el resto de los países europeos que son, precisamente, el producto de siglos de migraciones y emigraciones, de gente que viene y se va, de pueblos enteros que circulan de un lado a otro. Una de las definiciones de la civilización podría ser esa: pueblos enteros que circulan, que van dejado vestigios, rastros, poso, un palimpsesto a partir del cual se construyen las ciudades y los países.

Pasemos por alto nuestra vergonzosa actitud frente al inmigrante, que hoy es sirio pero hace quince años era boliviano o ecuatoriano, y veamos la forma en que esta actitud comienza a convertir a Europa en una criatura distinta. La reacción ante la llegada masiva de inmigrantes es, más que nada, un síntoma de la deriva que experimenta el continente que deberíamos atender para no llegar, una vez más, a esa reacción infame que tuvieron los franceses en 1939 ante la llegada masiva de refugiados españoles: ante la avalancha que se agolpaba en los Pirineos no se les ocurrió otra cosa que encerrarlos a todos en campos de concentración. Esta medida arbitraria, de encerrar a decenas de miles de refugiados españoles, sin más historial delictivo que el haber sido derrotados en la Guerra Civil, constituye un oscuro capítulo que fue extirpado de las historias oficiales de Francia y de España: a unos les avergüenza el trato que dispensaron a sus vecinos y a los otros esa crueldad de expulsar a medio millón de compatriotas y de dejarlos literalmente sin país.

Hace unas semanas el Primer Ministro francés, Manuel Valls, inauguró en Rivesaltes, donde estuvo uno de esos campos de concentración, un Memorial que constituye la primera pieza de la memoria perdida de aquel capítulo oscuro. Uno de los mensajes de ese gesto del gobierno francés, que ocurre justamente en el momento en que los refugiados sirios se agolpan en las puertas de Europa, podría ser que no se puede tratar con semejante dureza al emigrante que se ve obligado a refugiarse en otro país.

Afortunadamente ya no estamos en 1939 y hoy Europa, aún cuando su reacción ante la inmigración masiva sugiere lo contrario, tiene el dinero, la capacidad, los mecanismos legales para recibir a todos esos inmigrantes, además de un significativo déficit poblacional que los políticos en general, de forma interesada, no contemplan en sus comentarios sobre el fenómeno.

Voy a hacer una escala en un europeo de ayer, un ilustre desconocido en el mundo hispano, que tenía una idea continental que puede sernos útil hoy. T.E Hulme era un escritor inglés, un pensador salvaje que murió joven, en 1917, víctima de un obús en la Primera Guerra Mundial, y dejó una serie de ensayos, poemas, notas dispersas de aire filosófico, que acaban de publicarse en español, en una cuidada selección espléndidamente traducida por Juan Antonio Montiel (La arcilla extendida, Ediciones Universidad Diego Portales, 2015). Hulme era un hombre largo y muy delgado que nació en Straffordshire; bebía solo te y comía caramelos; estudió matemáticas en Cambridge y participó apasionadamente de la vida universitaria, ejerciendo a plenitud su talento innato para discrepar ruidosamente, tanto que fue expulsado por alborotador; después inició un periplo vital en Canadá, tuvo largas conversaciones en Italia con Henri Bergson, en Alemania con Wilhem Worringer y en Inglaterra encendidas polémicas con Bertrand Russell, otro matemático de Cambridge; fue miembro del Poets' Club y de la Sociedad Aristotélica y, sobre todo, fue un habitante de ese mundo de ayer del que escribió Stefan Sweig, de ese continente que hoy se deshilacha a causa de su incapacidad para proponer soluciones que estén a la altura del proyecto europeo.

Hulme proponía, en uno de sus textos de prosa rápida y estimulante profundidad, que las dos filosofías del mundo son “la esencia flexible” y “la cosa construida”; la primera funciona por la interacción, por la circulación de diversas fuerzas, en función de esos pueblos enteros que circulan de los que hablaba más arriba; mientras que la segunda es una especie de estanque, de circuito cerrado donde los elementos se mueven a partir de la retroalimentación. Europa se encuentra ahora, precisamente, ante las dos opciones que escribió Hulme: la cosa construida es el continente amurallado, la respuesta medieval a ese flujo migratorio que a lo largo de la historia ha ido poblando al planeta y que, cuando se interrumpe, cuando se le cierra el paso, el flujo se atomiza y se convierte en una multitud de individuos que, de todas formas, van a introducirse a ese continente que les ha vedado el paso. No hay fuerza policiaca, muro ni alambrada que detenga a las personas que quieren meterse a un país rico para mejorar su vida y la de su familia. Basta ver el historial migratorio de la frontera entre México y Estados Unidos para entender que se trata de un flujo imparable que más vale gestionar.

La esencia flexible implica un esfuerzo colectivo de imaginación, un aliento extra para conducir y distribuir ese flujo migratorio, de una forma menos pedestre que aquella que se les ocurrió a los franceses en 1939. Actuar a partir del miedo al inmigrante y encerrarnos dentro de una muralla es el camino más fácil, pero también es el menos europeo de los caminos.

Jordi Soler es escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *