La Europa global

Después de más de cincuenta años de su creación seguimos inmersos, incluso tras la reciente aprobación del Tratado de Lisboa, en un intenso debate sobre cómo organizar la casa común europea. Debate del que debe salir, de una vez por todas, qué es lo que quiere ser Europa o lo que los europeos queremos que sea Europa. Definida claramente como prodigio supranacional y fenómeno intergubernamental, tiene que concretar su papel en el mundo global de nuestra época y asumir su protagonismo, sin dilación ni duda alguna, como potencia mundial, obviando las presiones e intereses que la quieren reducir a un museo histórico de escaso valor y a una comparsa del eje euroatlántico.

Europa debe aclarar si sus intereses son sólo nacionales y regionales o globales. Los enfrentamientos que a lo largo de los últimos cincuenta años se han generado con EE UU emanaron de la propaganda, y de la certeza, norteamericana, de que la antigua gloria europea estaba marchita y de que se amparaba en el poder estadounidense en el mundo. Esta bravuconada falsaria se rebate con facilidad recordando que lo mejor de Europa está vivo, tal y como corroboran su calidad de vida, su cultura, sus valores, su diversidad, sus paisajes y sus tradiciones. A ello habríamos de añadir que la Unión es la mayor economía del mundo y que, aunque no posea aún un proyecto militar propio y solvente, su vinculación y peso en la OTAN la dota de una tremenda fuerza militar. Con este bagaje, si los ciudadanos y los dirigentes europeos quieren, Europa será una superpotencia mundial, aunque para que ello sea posible deba recuperarse la esencia de Europa o, lo que es lo mismo, la conexión y simbiosis entre el poder y la sociedad. Por eso es tan importante que la Unión sea un proyecto ciudadano. Por eso es tan importante que los dirigentes europeos estén convencidos de dónde están y hacia dónde deben caminar. Por eso son tan importantes la claridad y la transparencia en las decisiones e iniciativas comunitarias.

La Unión como actor global tiene que comprometerse con los problemas y desafíos globales y marginar, en cierta medida, el debate sobre las características de lo europeo y las maldades norteamericanas. Para conseguir el papel de superpotencia del siglo en el que estamos habrá que admitir las esclavitudes que ello implica y que erradicarían la extendida imagen de que Europa es una sociedad ideal que influye en el mundo mediante la persuasión, la cultura y la economía. ¿Por qué erradicarían esta imagen? Sencillamente porque a los elementos citados se sumaría la fuerza, que por otra parte está presente aunque no se quiera reconocer. Poder blando y poder duro son principios imprescindibles en cualquier superpotencia y la Guerra Fría dejó un bonito ejemplo de ello por la combinación que de ambos hicieron EE UU y la URSS. Nos guste o no, lo que se denomina poder duro existe y cuenta en las relaciones que hemos establecido los seres humanos. Una mezcolanza, más o menos equilibrada, de componentes culturales, diplomáticos, económicos, ideológicos, militares, políticos y sociales compactan la actuación de cualquier superpotencia, y la Unión tiene que aceptar esta realidad para salir del caparazón de lo cómodo y secundario, siempre y cuando tenga claras sus ambiciones globales.

La historia europea, y mundial, del siglo pasado aboga por la necesidad de que la Europa del siglo XXI camine hacia esta meta. Las dos guerras mundiales mediante las que Europa se autodestruyó dieron pie a un experimento europeo en el que se plasmaron la voluntad de sobrevivir y prosperar mediante la claridad de visión y la organización con la que los padres fundadores dotaron al proyecto. Para ellos era muy obvio que la integración y la unificación era una cuestión de supervivencia política, económica y cultural, así como que la paz y prosperidad de los ciudadanos europeos precisaba de una alternativa supranacional de organización que garantizara el futuro. El paso de los años ha corroborado su visión y de ahí que, a pesar de los egoísmos nacionales y la egolatría y bajo perfil de muchos de sus dirigentes, nos encontremos en una coyuntura en la que el consolidado proyecto europeo, además de solucionar los múltiples problemas que tiene y de democratizar aún más su funcionamiento, tiene que contraer la responsabilidad de la potencia global que ya es, proyectando poder, e influir en las que ya lo son, como EE UU, para que acepten esta realidad.

La política europea de seguridad y defensa está muerta porque las discrepancias de los diferentes Estados son clamorosas y la importancia de la estrategia exterior común es tan real como la impotencia en la que se ha movido hasta estos momentos. Superar la hegemonía sobre Europa a la que EE UU cree tener derecho tiene que ser el primer órdago de la Unión. El intento de intimidación estadounidense ha fracasado, aunque no lo quieran aceptar y transmitan lo contrario, y ello es motivo de alegría a la par que una clara ocasión para que la Unión ocupe su lugar en el mundo y para que los norteamericanos renuncien a la supremacía que hasta ahora han mantenido en las relaciones bilaterales. La Unión no ha dado aún con su forma definitiva. Para conseguirlo sólo tiene que creer en lo que es y en el papel que tiene que desempeñar en el siglo XXI en un mundo en gran medida forjado por el poder y la cultura europeos de tiempos no muy lejanos.

Daniel Reboredo, historiador.