La Europa tuerta

El aborto, medio siglo después de que comenzara a generalizarse su despenalización en Occidente, sigue siendo tema controvertido. Es explicable, pues -al igual que la pena de muerte, la guerra o la eutanasia- toca un aspecto fundamental de los valores éticos de una sociedad: el respeto por la vida humana. A lo cual se une una creciente -y bienvenida- sensibilidad por la autonomía y los derechos de las mujeres. Ahora, la polémica viene de mano del Parlamento Europeo, cuyo pleno acaba de aprobar por mayoría una resolución sobre derechos sexuales y reproductivos.

La resolución es una imaginativa mezcolanza de temas. Hay declaraciones razonables reclamando la acción de los poderes públicos, por ejemplo, en relación con la libertad de elección e información, menopausia, cánceres de mama, violencia contra las mujeres, mutilación genital, tráfico de seres humanos o tabús sobre la menstruación. Pero, en confusa amalgama con lo anterior, hay otras afirmaciones cuestionables, inexactas, manipulativas, e incluso descabelladas. Y además, muy significativas omisiones. La más llamativa es probablemente la maternidad, mencionada poco y siempre en tercer plano, al contrario que el aborto, omnipresente. Parecería que la maternidad no fuera muy relevante para los derechos sexuales y reproductivos, y poco tuviera que ver con las políticas de igualdad de género … a menos que afecte a personas transexuales o no binarias. Salvo en esos casos, tampoco habría que preocuparse mucho por eliminar las barreras económicas o sociales que dificultan a las mujeres elegir libremente sobre su maternidad. Da la impresión de que los autores del texto viven en un universo paralelo.

La Europa tuertaEntre los despropósitos, el más chocante es la insistencia en exigir a los Estados que, durante la pandemia del Covid-19, tengan como prioridad garantizar el acceso al aborto en los centros públicos. Es decir, en una crisis sanitaria sin precedentes en más de un siglo, con los servicios de salud colapsados, numerosos ancianos en condiciones precarias y enfermos de diversas dolencias graves que no han podido ser tratados o diagnosticados a tiempo, lo importante es asegurar el derecho al aborto libre y gratuito…

El texto es prolijo y farragoso, quizá para hacer menos visibles sus principales objetivos concretos. Primero, imponer la percepción de toda realidad «desde una perspectiva de género», concebida como una determinada manera de comprender la diversidad sexual con exclusión de todas las demás. Segundo, implantar una educación sexual obligatoria «basada en evidencia fiable y objetiva», en la cual resulta no haber sitio para la existencia del feto como vida diferenciada y merecedora de protección. Tampoco se piensa en ofrecer alternativas al aborto para garantizar la libertad de elección de la gestante.

El tercer objetivo es aún más preocupante: eliminar toda discrepancia de la posición ‘ortodoxa’, según la cual el aborto es un medio más de contracepción; y erradicar la libertad de conciencia del personal sanitario, que es abiertamente cuestionada por el documento. Es sabido que muchos profesionales de la salud rehúsan participar en abortos, excepto si hay riesgo para la vida de la madre, por considerarlo un ataque a una vida humana inocente. Precisamente por ello, la resolución ataca su libertad de elección, presentando la libertad de conciencia como un mero interés privado -sobre todo religioso- y subrayando que es susceptible de limitación en aras del interés público. Se afirma, erróneamente, que el derecho internacional reconoce el aborto como parte integrante de los derechos sexuales y reproductivos. Y, en tanto las opciones éticas de una persona le impiden participar en un aborto, se estigmatiza implícitamente la objeción de conciencia como una modalidad de violencia contra la mujer.

La realidad es que, a diferencia del aborto, la libertad de conciencia sí es un derecho fundamental reconocido internacionalmente desde la Declaración Universal de Naciones Unidas de 1948. Su protección no responde a un interés privado, sino a un interés público, y del máximo rango. Un derecho que sólo puede restringirse en caso de estricta necesidad: como indica el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, cuando no existen medios alternativos para solucionar un conflicto entre intereses jurídicos merecedores de tutela (sentencia Bayatyan, 2011). La religión y las creencias forman parte de la identidad de las personas, y tan lesiva puede ser la represión de la libre conciencia como la represión de la identidad sexual.

Además, está la conciencia deontológica. Las profesiones sanitarias están de suyo orientadas a la preservación de la vida y de la salud, también la del no nacido; y es comprensible que ginecólogos o matronas, sean o no personas religiosas, entiendan que su misión es facilitar el nacimiento de nuevas vidas, no acabar con ellas. Si la objeción al aborto está muy extendida entre los profesionales de la salud, lo razonable sería preguntarse por qué, en lugar de cargar contra ellos como si formaran parte de una conspiración contra los derechos de la mujer.

Una mayoría del Parlamento Europeo ha adoptado aquí la mirada del tuerto: la visión monocular de quien sólo ve la realidad en la medida en que se ajusta o no a la propia ideología, sin aceptar la posibilidad de un pensamiento distinto, como si se tuviera el monopolio de la verdad. Algo especialmente paradójico cuando el propio documento insiste en generar consenso en estos temas en la Unión Europea. Es una idea magnífica, siempre que se base en un diálogo abierto y honesto entre personas con diferentes convicciones éticas, para identificar áreas de entendimiento común y diseñar políticas que permitan la convivencia pacífica y respetuosa en un entorno de verdadera pluralidad. Me temo, sin embargo, que el ‘consenso’ al que se refiere esta resolución consiste en imponer los propios valores al resto de la sociedad, utilizando las instituciones públicas como instrumento inquisitorial y coactivo. Significativamente, más de la mitad del Parlamento rechazó una enmienda dirigida a garantizar la libertad de conciencia del personal sanitario.

El doble rasero de la resolución es groseramente obvio. Si las leyes dificultan el aborto, cámbiense las leyes, pues limitan la libertad de elección de la mujer. Pero si las leyes facilitan el aborto y no toman en cuenta la libertad de conciencia del personal sanitario, entonces no hay ningún problema. Para algunos, la única libertad que importa es la suya; una vez que han decidido lo que es correcto, los demás deberán acomodar su vida a esa ortodoxia. En Europa tenemos amplia experiencia histórica de las consecuencias de ese planteamiento. Y el movimiento pro derechos humanos que surgió con fuerza tras la Segunda Guerra Mundial pretendía precisamente acabar con ese totalitarismo moral. Que la Europa contemporánea vuelva por esos fueros es un retroceso incomprensible.

Javier Martínez-Torrón es catedrático de la Universidad Complutense.

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