“La crisis del euro ha terminado. La crisis en el euro es muy fuerte”. Son palabras de un veterano político francés. Es posible que la quiebra que está al acecho en Chipre, y que debatirán los dirigentes de la eurozona esta noche, tras la cena de la cumbre de la UE en Bruselas, le contradiga en cuestión de días. Sin embargo, me da la impresión de que tiene razón, al menos para los próximos uno o dos años.
Alemania y el Banco Central Europeo han hecho justo lo suficiente para convencer a los mercados de que la eurozona va a sobrevivir por ahora. Pero muchas economías del club euro están todavía en la lista de los enfermos críticos. Algunos países han hecho esfuerzos heroicos, con resultados ya visibles. En España, por ejemplo, los costes laborales ya han disminuido, y las exportaciones están en el nivel más alto de los últimos 30 años. El sufrimiento es inmenso, con un 50% de paro juvenil y una caída del 30%-40% de los precios de la vivienda, pero la gente, mal que bien, está saliendo adelante. Ha habido otras repercusiones políticas, como el deseo de los catalanes de escindirse del Estado español, pero, desde la perspectiva de la política convencional, la situación se ha mantenido bastante centrada: se oye escasa retórica xenófoba y no hay prácticamente nadie que eche la culpa de todo a los inmigrantes.
Lo sucedido en España es una prueba extraordinaria de la capacidad de resistencia de las grandes corrientes políticas establecidas, tan entregadas casi por instinto a la moderación, igual que a su arraigado deseo de seguir formando parte del gran proyecto europeo. ¿Pero cuánto tiempo más van a aguantar? ¿Cuántos años más pueden soportar esas sociedades semejantes niveles de tensión socioeconómica hasta que sus partidos democráticos se vayan hacia los extremos?
Ya hemos visto este peligro con el éxito electoral del partido ultranacionalista, xenófobo y neofascista (por una vez, la etiqueta está justificada) Amanecer Dorado en Grecia. De tipo muy distinto, pero de mayor impacto político, es el punto muerto en el que se encuentra la política italiana, a causa de la división del voto entre el movimiento de protesta del cómico Beppe Grillo, Silvio Berlusconi y la izquierda —además de un número menor de sufragios para la agrupación de Mario Monti, Monti por Italia— y del desigual reparto en las dos cámaras del Parlamento y un empate a escaños entre una cámara y otra que tiene paralizada la reforma en la tercera economía de la eurozona.
Algunas de estas cosas eran inevitables, pero han empeorado por los errores humanos en general y los de Alemania en particular. Comprendo a la perfección la airada reacción inicial de los votantes alemanes cuando se les pidió que rescataran a otros europeos que habían sido mucho menos disciplinados, esforzados y productivos que ellos, para salvar una moneda a la que los alemanes nunca habían votado adherirse. (Con la reducción actual de sus costes laborales, España está haciendo, en un involuntario cursillo acelerado, lo que Alemania empezó a practicar hace 10 años por propia iniciativa). Yo me habría sentido igual. Comprendo a la perfección que la canciller Angela Merkel y sus colegas se mantuvieran firmes.
Pero la realidad es terca. Cuando los datos cambian, o al menos se ven con más claridad, es necesario adaptar las políticas como corresponde. La obligación de los políticos en una democracia liberal como es debido consiste en reconocer esos datos y explicárselos a los votantes, no engañarles con rodeos y falsas promesas. He aquí un ejemplo: los llamados “multiplicadores fiscales”, es decir, la repercusión de una disminución (o un aumento) del gasto público en el PIB. En época normal, cuando la mayoría de los países con los que un Estado hace negocios están más o menos bien, ese multiplicador puede ser de solo 0,2 o 0,4; es decir, el PIB disminuye un 0,2-0,4% por cada 1% de reducción del gasto público. Ahora bien, cuando todos los países de alrededor están en recesión, el efecto se multiplica drásticamente. Es lo que sucedió en la Gran Depresión hace 80 años, como han demostrado el historiador económico de Oxford Kevin O’Rourke y sus colaboradores. Y es lo que está sucediendo otra vez hoy, en nuestra Gran Recesión, como reconocen ya los economistas del FMI, la UE y otras instituciones. En unas condiciones de recesión generalizada, los multiplicadores fiscales pueden subir muy por encima del 1, hasta el punto de que una reducción del 1% del gasto público provoque una caída del 1,5% en el PIB. Esta relación altera de forma importante los cálculos de la austeridad.
He aquí otra realidad, algo más amplia y por tanto más discutible, pero bastante sólida: los inconvenientes del ajuste los han sufrido sobre todo en la periferia meridional de Europa, no el en núcleo del norte. Pero esta situación la crearon todos. Tiene la culpa el irresponsable del sur que pedía dinero, pero también el miope prestamista del norte; por ejemplo, los bancos alemanes. Y eso lleva a otra afirmación algo más especulativa: Alemania es el país que más tiene que perder si la eurozona se viene abajo. Se calcula que sus bancos tienen pendiente una deuda de unos 400.000 millones de euros de prestatarios griegos, españoles, portugueses e irlandeses. El propio consejo de asesores económicos del Gobierno alemán valoró el año pasado que las pérdidas que podrían llegar a sufrir los acreedores alemanes en caso de la ruptura de una eurozona serían de 2,8 billones de euros, por encima del PIB anual del país, de 2,654 billones de euros. Cualquier divisa que viniera después, ya fuera el nuevo y viejo marco alemán o un euro del norte de Europa (el nordo o neuro), tendría un tipo de cambio menos beneficioso para las exportaciones alemanas.
No por ningún dogma keynesiano, ni por idealismo, ni por sentimentalismo respecto a los demás europeos, sino por sus propios intereses nacionales, Alemania tiene que hacer más. Debe aumentar su demanda interior, apoyar una unión bancaria fuerte y respaldar algo similar a la propuesta de sus asesores económicos de implantar una mutualización limitada de la deuda de la eurozona, con estrictas condiciones. Desde el punto de vista de la economía política de la eurozona —o, mejor dicho, la política impulsada por la economía—, el mejor momento de hacerlo ya ha pasado. Fue el que ahora debemos llamar momento Monti.
Como primer ministro, Monti trató como pudo de hacer lo necesario en Italia, pero al tiempo instó a Alemania que cumpliera su papel. Alemania, que no aprovechó esa oportunidad, tiene ahora otra ocasión de hacerlo. Quien sea canciller después de las elecciones generales del próximo mes de septiembre, con la coalición que sea, tendrá que atreverse a hacer lo necesario para salvar la eurozona de verdad y asegurarse de que las futuras eurocrisis no vuelvan a ser nunca “de” sino solo “en”. Las llamadas “elecciones europeas” están previstas para junio de 2014, pero las elecciones verdaderamente decisivas para Europa son las nacionales, y sobre todo las de Alemania.
Por supuesto, es pura coincidencia que Alemania se enfrente a este reto justo cuando nos acercamos al centenario de 1914; pero es una coincidencia que saca a la luz la ocasión histórica de que la potencia central del continente ejerza un liderazgo constructivo en Europa. Vamos, Alemania, aprovecha lo que el historiador Fritz Stern llamó una vez tu histórica “segunda oportunidad” y haz buen uso de ella.
Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: ideas y personajes para una década sin nombre. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.