La eutanasia como propuesta electoral

Hace algunos días se conocía la propuesta de Ciudadanos de regular el derecho a morir dignamente, sobre la base de una figura que esta formación política contemplaba con simpatía: la eutanasia pasiva. Se trata de un concepto usado con frecuencia -no sólo en el ámbito coloquial, sino también en foros técnicos-, pero cuyo significado real dista mucho del que, de ordinario, suele atribuírsele. Vaya por delante que la expresión en sí se compone de un vocablo de alcance espectacular y llamativo (eutanasia), que todos más o menos conocemos, adjetivado con otro término (pasiva), que sirve para suscitar no pocas dudas sobre el sentido final de la locución.

Y es que, en realidad, la expresión "eutanasia pasiva" no está reconocida, como concepto técnico, por la Organización Médica Colegial. Es verdad que se ha venido entendiendo por tal la interrupción o no inicio de medidas terapéuticas inútiles o innecesarias en un enfermo que se encuentra en situación de enfermedad terminal. En este sentido, es de justicia reconocer que, cuando Ciudadanos presenta su propuesta, identifica la apuesta por la "eutanasia pasiva" con ese concreto alcance. Sin embargo, conviene reparar en que esas actuaciones -es decir, la interrupción o no inicio de tratamientos fútiles- no constituyen ninguna forma de eutanasia; antes al contrario, deben considerarse como parte de la buena práctica médica.

La eutanasia como propuesta electoralPor decirlo llanamente, lo que de forma errónea se califica como "eutanasia pasiva" no es eutanasia. En realidad, existen otras expresiones, médicamente aceptadas y definidas, para referirse a las prácticas que se acostumbra a englobar bajo aquel concepto. Tal es el caso de la limitación del esfuerzo terapéutico, que puede implicar, no ya sólo la falta de instauración de un tratamiento, sino incluso la retirada de éste, cuando, a juicio de los profesionales sanitarios implicados, el mal pronóstico del paciente lo convierte en algo innecesario, que únicamente contribuye a prolongar en el tiempo una situación clínica que carece de perspectivas razonables de mejoría. Ahora bien, y como advierte la Organización Médica Colegial, incluso esta expresión puede resultar confusa, ya que, en rigor, no estamos ante una limitación propia de tratamientos, sino ante una reorientación de los objetivos, atendida la concreta situación clínica del paciente.

En la otra orilla, la obstinación terapéutica -a veces denominada "encarnizamiento terapéutico", en orden a subrayar la intencionalidad negativa de quien lo efectúa- consiste en la aplicación de medidas no indicadas, desproporcionadas o extraordinarias, con el objetivo de alargar innecesariamente la vida. Obviamente, la aplicación, por el médico, de estos tratamientos, generalmente con finalidad curativa, representa una mala praxis. Entre las causas que pueden conducir a la obstinación es fácil detectar la dificultad en la aceptación del proceso de morir, el ambiente curativo, la ausencia de formación, la demanda del enfermo y de su familia o la presión para el uso de tecnología diagnóstica o terapéutica.

Lo correcto, en suma, es reservar la palabra "eutanasia" para definir lo que en exclusiva es, o sea, la acción u omisión, directa e intencionada, encaminada a provocar la muerte de una persona que padece una enfermedad avanzada o terminal, a petición expresa y reiterada de ésta.

Desde esta perspectiva, también ha de desecharse el concepto de "eutanasia indirecta", que tiende a identificarse con el principio del doble efecto. Este principio, plenamente aceptado por la Organización Médica Colegial, supone la aceptación ética de la instauración de un determinado tratamiento que puede ofrecer un efecto beneficioso y otro perjudicial, siempre y cuando este último no haya sido buscado de forma intencionada por el médico y el resultado final sea beneficioso o neutro para el enfermo.

La eutanasia -así, sin adjetivos- es lo que es y, a día de hoy, para la Organización Médica Colegial, no abarca actuaciones que puedan considerarse como "buenas prácticas médicas", esto es, dirigidas a conseguir unos objetivos adecuados, basados en la promoción de la dignidad y calidad de vida del enfermo. La buena práctica médica incluye también la aplicación de medidas terapéuticas proporcionadas, evitando tanto la obstinación como el abandono, el alargamiento innecesario y el acortamiento deliberado de la vida.

Se quiera o no, el debate sobre la eutanasia no puede girar en exclusiva en torno a la reivindicación de un derecho sobre la propia vida. Se trata también de conceder, o no, al cuerpo médico la facultad de cooperar en la muerte de otras personas. De ahí que sea difícil negar el impacto de la eutanasia sobre el tejido social y, en consecuencia, su dimensión socio-jurídico-política. Ciertamente, su eventual legalización conlleva -seamos claros- una modificación sustancial de la concepción y la práctica de la medicina, con la atribución, "a los profesionales de la salud", de un nuevo poder: administrar la muerte.

De otro lado, no debemos soslayar que el Derecho es mucho más que un simple instrumento de regulación de las libertades individuales. En la práctica, ejerce -debe ejercer- una importante función simbólica y pedagógica. Conlleva valores, lo queramos o no. Por eso, antes de legislar sobre la eutanasia no podemos ahorrarnos una reflexión de fondo sobre el modelo de medicina, de solidaridad, de vida y de humanidad que se quiere promover.

Es verdad que nos movemos en terrenos delicados, sembrados de una elevada sensibilidad personal y familiar. Las decisiones al final de la vida no son fáciles. De ahí la necesidad de que ese modelo del que queramos dotarnos como sociedad sea serio y riguroso, ajeno a cualquier improvisación. No parece de recibo que existan, hoy por hoy, legislaciones que amparen casos como el de la pareja Speijer. Los esposos hicieron un pacto cuando el señor Speijer se estaba muriendo de cáncer a los 66 años: su mujer, de 67, se suicidaría con él. Y así se hizo: aunque no estaba enferma ni deprimida, su suicidio fue asistido.

Por lo demás, la sugerencia de Ciudadanos de regular los cuidados paliativos como garantía de una muerte digna parece atinada. La importancia de este servicio, orientado a la prevención y el alivio del sufrimiento en la fase terminal de la enfermedad, así como al tratamiento del dolor y de otros síntomas físicos y psicosociales, explica por sí misma la necesidad de la garantía de su prestación, por profesionales adecuados, en el último rincón de nuestra geografía. Pensemos que morir dignamente no tiene por qué implicar adelantar deliberadamente el fin. Supone vivir dignamente hasta el último momento, en un entorno amable.

Decía Chesterton que "la ley obedecerá a su propia naturaleza y no a la voluntad del legislador, e inevitablemente dará los frutos que hayamos sembrado de ella". Es una buena premisa de la que partir a la hora de afrontar una regulación en este campo.

Carlos Domínguez Luis es abogado del Estado y académico correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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