Hace unos días, algunos de los artículos de este periódico hablaban de las bondades de hacer un examen de evaluación al final de la escolaridad primaria, tal como propone el Departament d'Educació de la Generalitat. Lo presentan como una medida imprescindible para estimular el esfuerzo y llegar a la excelencia. Ciertamente, la opinión es libre, pero los lectores deben tener la oportunidad de contrastar puntos de vista.
La Administración está en su derecho de querer reunir información sobre la educación del país. En Catalunya ya se pasan regularmente unas pruebas en primaria, preparadas por el Institut d'Avaluació, que pueden orientar decisiones. El Instituto de Evaluación del ministerio prepara pruebas a las que quiere someter a todos los alumnos del Estado en cuarto de primaria y de segundo de ESO. Y a ello hay que añadir las pruebas del programa Pisa. Del mismo modo, hay que tener presente que muchos centros hacen evaluación continua basándose en el principio pedagógico de que los educadores deben ser conscientes en todo momento de las necesidades del alumno, para poder así ajustar su docencia. La aplicación de este principio a menudo se ha pervertido y se ha convertido en la práctica del examen perpetuo. La sobredosis de exá- menes puede acabar en una pérdida de tiempo: si los alumnos saben las respuestas no aprenden nada nuevo y, si no las saben, tampoco.
No parece que esta acumulación de pruebas de todo tipo haya servido para mejorar demasiadas cosas. En cambio, los resultados generales no son satisfactorios y ante todo ponen de manifiesto un alto nivel de fracaso entre los escolares de las clases sociales menos favorecidas, que son precisamente los que tienen menos oportunidades debido al contexto familiar y social. Y es precisamente este colectivo el mayoritario en la escuela pública, que es la que debe afrontar más problemas. Lejos de estimular a todo el mundo, en muchos casos, el fracaso conlleva la pérdida de la autoestima y el aprecio de los compañeros; produce un desánimo que se traduce en falta de interés y en conflictividad en las aulas. Habría que recordar que los niños y jóvenes no aprenden por el fracaso ni por el castigo, aprenden cuando lo que hacen les produce la satisfacción de ver que pueden superar sus dificultades y que son apreciados y considerados como personas. Eso mismo podríamos decir de los maestros.
Cuando se habla de evaluación, se propone una sana competencia. Hay que dejar de tratar la educación como una empresa mercantil. Los alumnos, los maestros y las escuelas no deben competir entre ellos. Lo que tienen que hacer todos es querer mejorar comparándose siempre con ellos mismos y avanzar gracias a la colaboración de todos. Nada más triste que ser el último de la clase, pero nada más estú- pido que creer que uno es el primero de algo. Dejemos, por favor, de hablar de falta de exigencia cuando hay tanto fracaso escolar.
Lo que falta no es exigencia, sino profesionalidad. Enseñar bien significa siempre rigor científico y adecuación a las necesidades y capacidades de los alumnos. ¿Cómo se puede enseñar a estructurar la mente de nuestros chicos y chicas sin pensar en algo relevante y hacerlo con la seriedad que exige el conocimiento? ¿Cómo se puede enseñar a respetar a los demás sin un diálogo lleno de contenido, método y orden? ¿Cómo se puede ayudar a participar y a asumir responsabilidades sin tener claro lo que se quiere hacer, sin saber por qué, desconociendo los problemas que conlleva y sin probar los posibles caminos para llegar a alguna solución? Enseñar y aprender bien exige seriedad, pero también da satisfacción, y una cosa no quita la otra. ¿Esfuerzo? Sí, evidentemente, pero no vacío de sentido.
Por todo ello creo que, para encarar los muchos problemas con los que se enfrenta la educación en nuestro país, habría que empezar por dos prioridades.
1) Actuar con acciones compensatorias oportunas en el momento en el que se detecta un problema de aprendizaje o conducta. La educación compensatoria, tan intensa y larga como sea necesario, es condición indispensable para hacer posible una escolarización obligatoria e integrada hasta los 16 años.
2) Mejorar la formación de ma- estros y profesores y hacer una cuidadosa selección para acceder a la docencia pública. Una formación que, además de una consistente cultura general y una buena especialización en un área del conocimiento, incluya una sólida preparación profesional teórica y práctica y una actualización constante.
Un buen profesor de secundaria no puede formarse con un breve cursillo de adaptación pedagógica (CAP). Vergüenza debería darles a los responsables de perpetuar esta caricatura de formación profesionalizadora que dicen que agoniza, pero que se reaviva y se prorroga año tras año. La selección de un profesorado capaz de ense- ñar bien y de aprender a lo largo de toda la vida no puede hacerse con oposiciones masivas que no demuestran gran cosa y que permiten a cientos de personas acceder a contratos blindados de por vida. Dada la formación inicial que reciben maestros y profesores, milagro es que haya tantos tan buenos.
Todo el mundo habla de los resultados que obtiene Finlandia en el famoso informe Pisa. Sin poder comparar, hay que saber que Finlandia tiene una buena educación compensatoria, una carrera docente de cinco a seis años teórica y práctica, una cuidada selección del profesorado y una alta consideración social hacia la educación.
Pilar Benejam, catedrática de Didáctica de las Ciencias Sociales de la UAB.