Por José Alejandro Vara (LA RAZON, 11/11/04):
Con unos kilitos menos bien podría ser la Barbara Stanwick de la «Perdición» del «Rais», la protagonista pérfida y dura del último capítulo de esa novela negra por entregas, más bien folletón, en el que se ha convertido la agonía y muerte de Yasser Arafat.
Suha Tawil –nombre de soltera hasta que contrajo matrimonio, a los 27 años– no ha sido la princesita de un cuento de las mil y una noches con decorado de dunas y palmeras. Nada de camellos, porque recordemos a Borges: «Se sabe que es un cuento árabe porque nunca salen camellos». Suha ha sido, hasta el final, la malvada oficial de esa película de sacrificios, dolor, sangre y violencia que es la historia del pueblo palestino. Como bien dejaron escrito aquí ayer los maestros Ussía y Albiac.
En la madrugada del lunes, Suha agarró el teléfono para gritarle al mundo que los líderes palestinos pretendían «enterrar a mi marido en vida». Era el penúltimo gesto de una fiera mujer que vivió junto a su esposo los horrores de la guerra hasta que tomó en brazos a su hija Zahwa, y se marchó a París.
Periodista, nacida en Cisjordania, de padre banquero y madre periodista (ambos de religión cristiana que ella abandonó para abrazar sin demasiado entusiasmo el islamismo), burguesa, francófona, rubia de aspecto occidental y de licenciatura en la Sorbona, se involucró en la causa de la OLP desde mucho antes de conocer a Abou Ammar, el nombre de guerra de Yasser Arafat, a quien conoció en el curso de una entrevista (¿les suena la vieja historia?) y con quien matrimonió en el profundo convencimiento de que el «Rais» «sólo se puede casar con el pueblo palestino». Así fue. Desde hace tres años, Suha apenas sí visitó a su esposo, encerrado en el infierno de Ramala, acogotado por las embestidas israelíes y por las guerras intestinas entre sus propios seguidores, mientras ella vivía en un lujoso hotel de París, entre vestidos de marca y relaciones de jet set.
Aquí entra la leyenda negra de esta seductora femme fatal, a quien su pueblo le reprocha el haber abandonado a su esposo y líder, tras haber saqueado gran parte de la fortuna acumulada por la Autoridad Nacional Palestina (ANP), la sexta del mundo según la revista «Forbes».
Quizás resulte poco razonable reprocharle a Suha determinados comportamientos que veía cotidianamente a su alrededor. Las denuncias contra Arafat y su entorno por corrupción, blanqueo de dinero y saqueo de fondos europeos remitidos a la causa palestina llegaron a tal nivel de escándalo que hace dos años los organismos internacionales le obligaron a nombrar ministro de Finanzas a Salam Fayah, alto funcionario del FMI, con el objeto de poner orden en la cueva de Alí Babá. Y Suha, tan fría e inteligente como delata su mirada, hizo lo propio, hasta redondear, según las versiones que airean estos días los periódicos de medio mundo, unos ahorros en Suiza cifrados en 3.000 millones de dólares. ¿Qué menos puede esperarse de una reina en el país de los hampones?
Pero no fue siempre así. En sus años de lucha y esfuerzo junto a Arafat, Suha había ejercido de una especie de Evita del desierto. Peleó por la causa como una palestina más, puso en marcha una fundación de ayuda a huérfanos de guerra, promovió todo tipo de iniciativas sociales y humanitarias y peleó ferozmente por los derechos de la mujer islámica, con firmes tomas de postura contra el velo y la poligamia. Todo ello sin disimular el desprecio que ha sentido siempre por los bandidos que rodean a su marido, a quienes calificaba de «mala hierba en torno a una hermosa flor, que acabará por ahogarla».
El «Rais», bien es cierto, siempre ha vivido de forma austera. Vestido con el uniforme militar caqui con el que casi nació pegado al cuerpo, solía dormir en camastros improvisados en su despacho, comía ensaladas frugales y huevos duros y ni siquiera hacía ostentaciones epicúreas en forma de habanos. Sin embargo, su hombre de las finanzas, Mohammed Rachid, un kurdo iraquí hábil y sin escrúpulos, se encargó de amasar para la Autoridad Palestina (oficialmente) y para el propio «Rais» esa fortuna bien colocada en paraísos fiscales que ha terminado por enlodar tanto a la propia causa como a la de su profeta. Arafat no va a pasar a la historia precisamente como un político íntegro e insobornable, sino como un terrorista con las manos manchadas de sangre y el bolsillo rebosante de dinero negro. No es de extrañar que esa corte de los milagros en la que degeneró el núcleo duro palestino, esa banda de trileros y ladrones esté protagonizando, a la muerte de su líder, una descarnada versión del Romance de lobos, en el que una mujer con las entrañas de acero disputa la herencia a una pandilla de bellacos cuando aún el cacique está por inhumar.
Controlando las visitas a su esposo en el hospital de París, blasfemando contra los dirigentes palestinos que se acercaban a verlo, interviniendo incluso en la dura disputa por la sucesión, Suha ha vuelto a despertar los odios que permanecían dormidos desde hace tres años, cuando decidió no volver a Ramala, donde las pobres mujerucas, arrugadas de hambre y pena, escupen sobre su fotografía mientras le gritan: «La lucha está en Cisjordania no en los hoteles de París».