La evolución humana: sin soluciones fáciles

Los humanos somos indiscutiblemente complejos y estamos orgullosos de serlo. Creemos que no hace falta demostrar nuestra superioridad biológica. Nuestras funciones biológicas están reguladas exquisitamente y resisten las variaciones externas gracias a complejas redes de interacciones. Parece que la fuerza de voluntad y el intelecto nos diferencian de otras especies y, por lo tanto, somos capaces de modificar el ambiente para amortiguar los efectos de nuestras pérdidas de aptitud.

Aún así, es posible que nuestra especie esté condenada, precisamente por la forma en que surgió nuestra complejidad. Parafraseando al escritor de ciencia Philip Ball, la naturaleza parece haber activado una bomba de tiempo, y nuestra complejidad es solo un ajuste de corto plazo.

Para entender la naturaleza del problema tenemos que examinar la forma en que los humanos estamos construidos al nivel molecular, y comparar nuestra complexión con la de otras especies –que a menudo llamamos «rudimentarias»– como los organismos unicelulares. Este análisis nos lleva a examinar las proteínas –nuestros elementos básicos celulares, a cargo de las funciones biológicas– entre especies muy distintas. Las proteínas con orígenes compartidos que pertenecen a especies distintas, llamadas «ortólogos», ofrecen un sólido entorno para la comparación.

Por lo general se reconoce que la forma o «plegamiento» básico de una proteína debe conservarse a través de las especies, ya que existe una fuerte correspondencia entre la estructura y la función. Se espera que las proteínas a cargo de la misma función en especies muy distintas –como suele ser el caso de los ortólogos– mantengan el mismo plegamiento.

Pero la secuencia de aminoácidos que forma las cadenas de proteínas en estos ortólogos puede variar significativamente. A veces el alineamiento de la secuencia entre dos ortólogos puede ser solo del 25-30%, sin embargo sus plegamientos mantienen una semejanza sorprendente, que demuestra la robustez de la función ante cambios evolutivos.

Esta conservación del plegamiento de las proteínas entre especies torna aún más enigmático el origen de nuestra complejidad, ya que se sabe que la cantidad de genes humanos es engañosamente pequeña, solo un orden de magnitud mayor a la de, por ejemplo, el arroz. Si la estructura de las proteínas se mantiene entre especies, ¿de dónde proviene nuestra complejidad? O, mejor aún, ¿en qué sentido somos más complejos?

Los investigadores han descubierto recientemente variaciones estructurales en los ortólogos de especies que se separaron hace miles de millones de años. En esas estructuras, algo más sutil que la topología general cambia entre los ortólogos. La estructura en algunos parece más «suelta» que en otros –peor envasada, con regiones de la superficie que permiten que el agua alrededor penetre y altere la estructura a través de una interacción favorable con el esqueleto proteico. Esas vulnerabilidades estructurales son llamadas dehidrones.

A medida que examinamos los ortólogos, las proteínas se ven más degradadas, o con mayor presencia de dehidrones, en las especies con menor tamaño efectivo de su población –un indicador relativamente difícil de entender, inversamente relacionado al tamaño y la complejidad del organismo y la complejidad de su patrón reproductivo. Por lo tanto, los humanos (o los mamíferos) tienen poblaciones significativamente (diez o más órdenes de magnitud) menores que las bacterias.

La afirmación de que la degradación estructural es un reflejo de las menores poblaciones de las especies resuena en el campo de la evolución, ya que la selección natural se torna más ineficiente a medida que la población disminuye. La degradación estructural resulta así un indicador de la exposición de las especies a derivas genéticas: mutaciones ligeramente perjudiciales que típicamente degradan la estructura de la proteína y tienen mayor probabilidad de ser descartadas por selección natural en las bacterias antes de llegar a extenderse a toda la población (estimada en billones de individuos), mientras que una mutación de ese tipo tiene mayor probabilidad de sobrevivir en los humanos.

Una proteína más rica en dehidrones que su ortólogo es más vulnerable a ser perturbada por el agua que la rodea. Precisamente por este motivo se convierte en más «necesitada», esto es, más dependiente de sus ligandos para mantener su integridad estructural. Más aún, se sabe que los dehidrones son adherentes, por lo que las proteínas estructuralmente degradadas tienen más probabilidades de incentivar las asociaciones proteína-proteína que los ortólogos con menor contenido de dehidrones. Por lo tanto, las interacciones proteína-proteína, un sello de complejidad, se ven fomentadas por la deriva aleatoria, la fuerza evolutiva detrás de los procesos de degradación de proteínas.

Parece entonces que la complejidad no es verdaderamente una selección natural, sino que surge como una solución de corto plazo a los efectos de ineficiencias en la selección. A primera vista esta afirmación parece antiintuitiva, pero el origen de la paradoja está sencillamente en nuestra forma dogmática de pensar, ya que esperamos que rasgos complejos como resultado de la selección natural.

¿Y hacia dónde nos lleva este gambito de la naturaleza? Las proteínas con mayor acumulación de defectos estructurales son los priones, proteínas solubles tan mal empaquetadas que renuncian a su plegamiento funcionalmente compentente y forman agregados aberrantes que pueden causar neuropatías degenerativas.

Este caso extremo de una «proteína aberrantemente necesitada» ilustra el elevado nivel de riesgo genético al que estamos expuestos como resultado de nuestra reducida población. El prión es una catástrofe de «aptitud» que nos da pistas sobre el destino que puede deparar a la humanidad este gambito de la naturaleza. Tal vez el costo evolutivo de largo plazo de nuestra complejidad sea excesivo y nuestra supervivencia como especie dependa en última instancia de nuestra capacidad para mitigar el costo de aptitud a través de soluciones terapéuticas cada vez más arduas. Esperemos pasar la prueba.

Por Ariel Fernández, investigador distinguido en el Instituto de Investigación Morgridge en Madison, Wisconsin. Traducido al español por Leopoldo Gurman.

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