La excepción de Estados Unidos

Dice la verdad tan pocas veces que, cuando se le oye en sus propios labios —como el 29 de marzo de 2020—, adquiere la fuerza de una revelación: “Ojalá pudiéramos recuperar nuestra vida de antes. Teníamos la mejor economía de la historia, y no teníamos la muerte”.

Bueno, quizá no es una verdad total y sin adornos. La primera frase no era verdad ni mentira, sino simplemente un deseo. Un deseo que, cuando lo oí, cuando sentí el eco de su lamento en mi interior, reconozco que lo sopesé durante un instante en mi mano, como una manzana reluciente. Me pareció un deseo digno de “tiempos de guerra”, dado que la guerra es la analogía que prefiere utilizar. Aunque, en 1945, nadie quería regresar a la “vida de antes”, a 1939, salvo para resucitar a los muertos. El desastre exigía un nuevo amanecer. Y lo único que puede llevar a un nuevo amanecer son nuevas ideas. Sin embargo, cuando pronunció esa frase —“Ojalá pudiéramos recuperar nuestra vida de antes”—, atrapó a su público en un momento de debilidad: en bata, llorando, o en una llamada de trabajo, o con un bebé en brazos y en una llamada de trabajo, o poniéndose un sucedáneo casero de mono protector para atreverse a coger el metro, de camino a un trabajo que no se podía hacer desde casa, mientras millones de niños aburridos se subían por las paredes en todo el país. Y, claro, en ese frágil contexto, “la vida de antes” eran palabras reconfortantes, aunque fueran retóricas, como “érase una vez” o “¡pero es que estoy enamorada de él!” La segunda parte de la declaración me devolvió la cordura. Ungüento amarillo. El diablo nunca engaña. Solté la manzana y, en efecto, estaba podrida y llena de gusanos.

La excepción de Estados UnidosPorque ahí sí dijo la verdad: “No teníamos la muerte”.

Teníamos muertos. Teníamos bajas y víctimas. Teníamos espectadores más o menos inocentes. Teníamos cifras de fallecidos e incluso, a veces, fotos de bolsas de cadáveres en los periódicos, aunque muchos opinaban que estaba mal mostrarlas. Teníamos “desigualdades sanitarias”. Ahora bien, en Estados Unidos, todas esas cosas implicaban cierto grado de culpa por parte de los muertos. Estaban en el sitio equivocado en el momento inoportuno. Tenían un color de piel inapropiado. Procedían de un mal barrio, creían en lo que no debían, vivían en una ciudad problemática. No levantaban las manos cuando se les pedía que salieran del vehículo. Su seguro de salud era mediocre o inexistente. Mostraban una actitud desafiante ante la policía.

Lo que no teníamos era el concepto de muerte, la muerte absoluta. Esa muerte que nos llega a todos, independientemente de quiénes seamos. La muerte absoluta es la verdad de toda nuestra existencia, por supuesto, pero Estados Unidos, en general, no ha tenido mucha inclinación filosófica a pensar en la existencia en su conjunto, sino que ha preferido abordar la muerte como una serie de problemas separados. Guerras contra las drogas, contra el cáncer, contra la pobreza, y así sucesivamente. No es que intentar alargar la distancia entre la fecha de nuestro certificado de nacimiento y la que figura en nuestra lápida tenga nada de ridículo: la vida ética depende de lo sustancial que sea ese esfuerzo. Pero quizá no hay ningún otro lugar en el mundo en el que dicho empeño, y su éxito relativo, estén tan claramente vinculados al dinero como en Estados Unidos. Tal vez ese es el motivo de que, en la imaginación del norteamericano, las plagas —que se consideran demasiado poco jerárquicas, demasiado poco pendientes de la disparidad de rentas— se vean desde hace mucho tiempo como algo perteneciente a la historia o a otros continentes. De hecho, como dijo él rotundamente en los primeros tiempos de su presidencia, había países “de mierda” que tenían la culpa de sus elevadas tasas de mortalidad, porque estaban, por definición, en el lugar equivocado (allí) y en el momento inoportuno (en una fase primitiva de desarrollo). Eran unos lugares permanentemente apestados por no haber tenido la previsión de ser Estados Unidos. Ni siquiera una extinción planetaria masiva —en forma de catástrofe medioambiental— llegaría a Norteamérica, o llegaría en el ultimísimo momento. Con una seguridad relativa, en su refugio amurallado, Estados Unidos disfrutaría de lo que quedara de sus recursos y seguiría siendo grande en comparación con las penalidades de otros países, fuera de sus fronteras.

Sin embargo, como él mismo señala con razón, ahora somos grandes en muerte, estamos llenos de ella. Existe el temor de que, cuando haya pasado todo esto, Estados Unidos se ponga al frente de ese mundo. Pero resulta que el supuesto carácter democrático de la plaga, el hecho de que puede afectar a todos los votantes por igual, es una ligera exageración. Es una plaga, pero las jerarquías, formadas hace cientos de años, no son tan fáciles de trastocar. En Estados Unidos, en medio de la muerte indiscriminada, persisten viejas distinciones. Los negros y los hispanos tienen el doble de mortalidad que los blancos y los de origen asiático. Mueren más pobres que ricos. Más gente en las ciudades que en el campo. El mapa del virus en los distritos de Nueva York se vuelve más rojo con arreglo a las mismas líneas que delimitan niveles de rentas y tiroteos en institutos. A la hora de la verdad, la muerte no suele ser aleatoria en estos Estados Unidos. Suele tener una fisonomía, una localización y un trasfondo muy precisos. Para millones de estadounidenses, siempre ha sido una guerra.

La diferencia es que parece que ahora, por primera vez, él lo ve así. Y, deseoso de gloria, se llama así mismo un presidente en tiempos de guerra. Que se atribuya el título, igual que, al otro lado del océano, el primer ministro británico trata de situarse en un papel churchilliano. Churchill (que sí cumplió su papel en tiempos de guerra) aprendió a las malas que, incluso cuando todos siguen al líder a la guerra, e incluso cuando están de acuerdo en que lo ha hecho “bien en la guerra”, eso no significa necesariamente que quieran volver a la “vida de antes” ni que ese líder los dirija al empezar la nueva. La guerra transforma a los que participan en ella. Lo que antes era necesario, ahora no lo parece; lo que se daba por descontado, se menospreciaba y se maltrataba, ahora es esencial para nuestra existencia. Proliferan vuelcos de lo más extraño. La gente aplaude a una sanidad pública que su propio gobierno ha dejado empobrecido y abandonado desde hace 10 años. Da gracias a Dios por unos trabajadores “esenciales” a los que antes consideraban insignificantes, a los que despreciaban por querer ganar 15 dólares la hora.

La muerte ha llegado a Estados Unidos. Siempre estuvo aquí, oscurecida y negada, pero ahora todos pueden verla. La “guerra” que libra el país contra ella tiene que poder sortear a un mascarón hueco y triunfar por encima de él. Es un esfuerzo colectivo; hay millones de personas involucradas, a las que les será difícil olvidar lo que han visto. No olvidarán la lamentable situación, exclusivamente estadounidense, de ver cómo cada estado pujaba “en eBay” —en palabras del gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo— por un material de protección crucial. La muerte llega a todo el mundo pero, en EE UU, hace mucho que se considera razonable ofrecer la mejor oportunidad de retrasarle al mejor postor.

Una posible esperanza de la nueva vida en Estados Unidos es que, en ella, por fin sea inconcebible una idea como esta, y que la próxima generación de dirigentes se inspire, más que en la retórica belicista de Winston Churchill, en las palabras pronunciadas en tiempo de paz por Clement Attlee, el líder del Partido Laborista que le infligió una derrota abrumadora al acabar el conflicto: “La guerra se ha ganado gracias a los esfuerzos de todo nuestro pueblo, que, con muy escasas excepciones, puso la nación muy por delante de sus intereses privados y sectoriales... ¿Por qué vamos a pensar que podemos lograr nuestros objetivos de paz -alimentos, ropa, vivienda, educación, ocio, seguridad social y pleno empleo- dando prioridad a los intereses privados?”

Como los estadounidenses nunca se cansan de decir, es posible que haya muchos ámbitos de nuestras vidas en los que el interés privado sea lo principal. Pero, como decidió colectivamente la Europa de la posguerra, exhausta después de tanta muerte absoluta, la sanidad no debe ser uno de ellos.

Zadie Smith es escritora. © Zadie Smith 2020. Este artículo ha sido publicado en The New Yorker. Reproducido con el permiso de su autora a través de la agencia Rogers, Coleridge & White. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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