La excepción Magallanes

Pigmalión se enamoró de una estatua, caso excepcional, desde luego, por ser él quien la esculpió. Pero apreciar las estatuas era típico de los griegos antiguos y, por tanto, de la larga historia de la influencia clásica en los gustos y valores del mundo occidental. Ahora, sin embargo, hemos dejado de imitar las excelencias de la antigüedad. Las estatuas son tan ignoradas como otros objetos del mobiliario de las calles –los cubos de basura, digamos, o, por algunos conductores, los semáforos. A mis hijos, de chiquitines, procuraba enseñarles historia comentando las estatuas que embellecían las calles de Londres. «No me explico –me dijo el mayorcito a la edad de 6 años– por qué erigen esas estatuas, papá. Tú eres el único que sabe de quiénes tratan».

Por lo general, los monumentos que conmemoran a héroes blancos y muertos excitan emociones desproporcionadas, se derriban, vandalizan u ocultan o se trasladan a esos lugares de olvido que llamamos museos. Para los griegos antiguos tal cosa hubiera sido impensable. Parece que queremos ser más bien como los mayas, que solían enterrar las estelas de algunos de sus reyes difuntos por no sabemos qué motivo, o los iconoclastas que por confiar desmesuradamente en su propia superioridad destrozaron los ídolos o imágenes de los demás. En el día de hoy los únicos que aprecian las estatuas son, por lo visto, los pájaros, para quienes sirven de lugares de reposo o aseo. Si quieres condenar la memoria de una persona, ponle una estatua y acabará cubierta de mierda.

Los más vulnerables a la indignación son los monumentos de exploradores e imperialistas. Solíamos pensar que la exploración procuraba efectos positivos, reuniendo civilizaciones separadas, y que los imperios, por malos que fuesen, lograban triunfos de intercambios de cultura y de creación de nuevas iniciativas políticas, económicas, lingüísticas, artísticas y religiosas. Ahora parece que todo eso no cuenta para nada y que lo único que cabe destacar es la tiranía colonial o el relativismo cultural de los bien pensantes. Los exhéroes –siempre que sean blancos, porque los imperialistas de otros tintes siguen apreciándose– se convierten en objetos de odio incorregible y oportunidades de vandalismo impune.

Pero he aquí una excepción curiosa: mientras se borra o renuncia la memoria de individuos bien intencionados, como Colón, o hasta de santidad recomendable, como fray Junípero Serra, uno de esos blancos supuestamente malditos que parece exento de la condenación es Fernando de Magallanes. Los centenarios suelen deshacer las reputaciones de quienes inspiran su celebración. 1992 fue el año fatal para el renombre de Colón. En 2019, Cortés vino a ser el motivo de una nueva etapa en la falta de comprensión entre mexicanos y españoles. Pero en 2022, cuando hemos celebrado la primera circunnavegación del mundo en actas oficiales, libros académicos y eventos conmemorativos, Magallanes queda intachable.

Sus estatuas se mantienen inviolables en Lisboa y Sabrosa, y aún en Mactán y Guam, donde el mismo Magallanes quemó las viviendas de los indígenas, o en Cebú y otros lugares de las Filipinas, donde intentó establecer un imperio, o en Punta Arenas, en Patagonia, donde los habitantes tenían buenos motivos para lamentar su llegada. Es más, lugares geográficos llevan su nombre, tanto como razas enteras de pingüinos, pájaros carpinteros o mariposas. Muchas instituciones le conmemoran, entre ellas, universidades, premios científicos, programas académicos y organizaciones comerciales. Una empresa dedicada a vender dispositivos GPS se llama Magellan Navigation. La compañía que gestiona mi pensión tiene un fondo de inversión ‘Magellan’. Una fábrica canadiense se llama Magellan Aerospace. Entre otras empresas que ostentan el nombre del navegante están una cadena hotelera, una serie de guías ‘online’, un crucero que ofrece, de manera poco congruente, viajes a ver la aurora boreal; y existe con su nombre hasta «un especialista independiente en recorridos en motocicleta que facilita medios para que los que quieren una experiencia diferente puedan disfrutar de unas vacaciones fantásticas». Si vas a Florida puedes visitar ‘el vagón Magallanes’, en que viajaban los presidentes estadounidenses del siglo pasado. También existen un club de fútbol venezolano, una compañía suministradora de petróleo, una extinta banda rock y una familia de videojuegos con el mismo nombre. Fuera de este mundo, un asteroide, cráteres de la Luna y de Marte y toda una galaxia se nombran en honor de Magallanes. El prestigio que sigue unido a su figura se mide también en la competencia entre España y Portugal por apropiarse de la gloria del quinto centenario de su viaje.

Lo más curioso es que Magallanes era una persona de pocos méritos y mucha inmoralidad. Sin deleite ninguno, pero sencillamente para contar la verdad, le retrato en mi biografía reciente de responsable de crímenes enormes –asesinato, traición, desobediencia a su rey, abuso de poder judicial, incendiarismo y matanzas. El mito del «capitán más noble», que se remonta a la narración del viaje escrito por su amigo, Antonio de Pigafetta, ha de descartarse por completo. Tenía virtudes, claro: valentía indómita y un carisma que inspiró a parte de su tripulación a seguirle hacia una catástrofe racionalmente previsible. Objetivamente, empero, su vida fue un fracaso total. No consiguió ni la meta oficial de su viaje –hallar una ruta comercialmente explotable a las islas de Maluco– ni su propósito personal, que era apoderarse del oro de las Filipinas. Si descontamos a los desertores y a la gente capturada por los portugueses, el noventa por ciento de su tripulación acabó muriendo. No obtuvo ningún nuevo dato científico. Ni es cierto que el viaje finalizara con ganancia: cuando Juan Sebastián Elcano volvió a España con los dieciocho sobrevivientes y una carga de especias, la cantidad no logró cubrir los gastos de los muchos pagos que había que dar a los herederos de los muertos de la expedición.

Así que el renombre de Magallanes constituye un problema intelectual interesante y en cierto modo inquietante. ¿Cómo explicar los caprichos de la fama, que condena a algunos hombres de mérito mientras exalta a villanos y fracasados? Claro que la cultura manda, y en los griegos antiguos el balance es distinto al de los mayas, por ejemplo, o al de los críticos políticamente correctos del siglo XXI. Pero tal vez el mismo fracaso es motivo de aprecio. Por no haber podido ganar territorio ni vencer a los filipinos, Magallanes queda exento de acusaciones de imperialismo. Su muerte –a flechazos, casi abandonado, en una playa filipina– dio un volantazo a su carrera. La búsqueda principal de su vida no era ningún tipo de descubrimiento geográfico sino el anhelo al ascenso social y la recuperación del rango que pensó que era su derecho natural. En el buen sentido de la palabra, no consiguió la nobleza, pero logró encarnar, de modo modélico, eso que los japoneses califican como «la nobleza del fracaso».

Felipe Fernández-Armesto, historiador.

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