La experiencia de Davos 2016

Una vez más, la fila de la vía rápida de la Terminal 5 del aeropuerto de Heathrow (Londres) está copada por gente de alto standing que viaja a Zúrich, camino del incomparable patio de recreo de lo posible y, a veces, lo probable, donde los encuentros fortuitos con los líderes comerciales, científicos, humanitarios, académicos y empresariales pueden desembocar en un momento que transforme la vida del planeta (o lo que es más probable, la agenda electrónica de uno). Se trata de una serendipia embriagadora en la que hasta Leonardo DiCaprio siente miedo escénico.

Cuando la respuesta a la pregunta «¿para qué sirve el dinero?» no es «para pagar el alquiler», sino que es el constructo de las energías creativas del hombre para gestionar y arreglar un mundo de ritmo e innovación vertiginosos, uno sabe que está en Davos. Su parque es temático, y este año los contactos giraban en torno al concepto de la «Cuarta Revolución Industrial», partiendo de la base de que uno esté al día de las tres últimas de la historia. La actual cuestiona la función que desempeña la humanidad en manos de la tecnología, amenazada ya por el efecto de la luz azul de las sesiones plenarias que se prolongan todo el día, y el rápido descubrimiento de que lo más cerca que vamos a estar del sueño nocturno es una siesta. En cualquier caso, resulta que no se trata de una revolución, sino de una evolución, así que podemos relajarnos.

La conectividad y la convergencia son las herramientas estratégicas para un mundo mejor, ya se trate de resolver sus dilemas sobre el clima o los conflictos, o simplemente de abrirse camino por el palacio de congresos de Davos, un monolítico y descomunal foco de actividad. Los que facilitan un éxito a corto plazo son los compactos microbuses, en cuyo acogedor interior se traslada a sultanes y subalternos influyentes desde el nevado exterior hasta los hoteles, los estudios de televisión y las reuniones bilaterales o a puerta cerrada. Un chico de 25 años le explica la legitimidad de las bitcoins a la exministra de Economía de Nigeria porque, al fin y al cabo, le ha pedido a Obama que «preste atención» y se ha reunido con el Banco de Inglaterra. A pesar de los murmullos dubitativos sobre la «moneda legítima», la exministra le entrega igualmente su tarjeta, para gran alivio de los demás, que nos damos suaves rodillazos. Así termina otro momento aleatorio de Davos que resuena con la indiferencia de un guepardo que divisa a una gacela.

La proximidad a las altas esferas es un elixir permanente, mientras doy un paso hacia atrás para esquivar por los pelos los exquisitos dedos de los pies envueltos en ante de la reina Rania de Jordania, rozo el hombro de tweed de Christine Lagarde, me siento al lado de las voluminosas piernas de Tsipras, golpeo en la espalda al primer ministro de Luxemburgo, que se ha atragantado, y consigo que me inviten a la casa del presidente de una isla. «¿Nos conocemos?», le pregunta una encantadora mujer de filantropía legendaria a un diseñador de moda con risa floja que denunció a su Gobierno por corrupción y ganó.

Con eso y todo, hay fervor, vibrante y trepidantemente apasionado, con lustre. La actuación inaugural de Yo Yo Ma entre sus músicos de la Ruta de la Seda permanecerá en mi recuerdo para siempre, mucho después de que un androide ambulante me alimente con una cuchara. Y también pueden producirse momentos trascendentales, como cuando los primeros ministros griego y turco del todavía dividido Chipre prometen unir sus territorios, lo que contrasta con los escarceos británicos a espaldas de la responsabilidad colectiva de una Europa más estable.

Puede que la tecnología alargue la vida gracias a los nuevos descubrimientos médicos, pero imagino que a lo mejor me muero antes de empatía, de tanto que se pronunció la palabra durante nuestros debates sobre cómo mantener la relevancia en medio de la automatización, la inteligencia artificial y los metadatos. Mientras los algoritmos se convierten con rapidez en la fuente del conocimiento, las sagradas salas de Davos resonaban con peticiones de autenticidad y ética, a fin de controlar esta industrialización de la humanidad.

Pero la mayor causa de empatía fue virtual, cuando a toda una sala de participantes equipados con dispositivos se le dio la oportunidad de caminar por suelo australiano y sentarse junto a un líder aborigen para compartir sus recuerdos sobre las 12 detonaciones atómicas británicas, que se produjeron durante las décadas de 1950 y 1960. Si alguna vez otorgamos la misma importancia al éxito de otros que al nuestro propio, será porque habremos inhalado el aliento del sufrimiento de otra persona, desde un pupitre del colegio o el sofá de un cuarto de estar. En cambio, la simulación física de un día cualquiera de la vida de un refugiado, en la que nos agachamos y protegimos de las bombas que caían, nos trasladaron y metieron a empujones en tiendas diminutas y, en general, nos vapulearon en un intento de hacernos entender la aterradora situación de quienes huyen, no fue, según nuestro comando, más que un «12%» del equivalente real.

Así que, tras la cena de la última noche de la cual parece que he digerido un 17%, y con las ganas de embarcarme en una nueva conversación en torno al 92%, llego en un 85% a la conclusión de que la tecnología se adaptará a lo que somos; no se convertirá en algo que no somos. Puede que incluso nos haga mejores.

Trisha de Borchgrave, artista y escritora.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *