La experiencia de la mediocridad

Por Ignacio Sánchez Cámara, catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de La Coruña (ABC, 06/09/05):

Las leyes suelen reflejar, más que producir por sí mismas, los bienes y los males sociales. Acaso los problemas que padecemos en el ámbito de la educación, como tantos otros, procedan de causas poco visibles porque no son superficiales. Educar es una tarea que no tiene sentido si quien la emprende, sociedad, padre o profesor, carece de una idea última acerca de la persona. Nos ponemos a caminar sin saber ni con quién ni adónde vamos. Aquí reside la raíz del problema. Luego, las leyes pueden paliar el mal o agravarlo. El actual proyecto de Ley Orgánica de la Educación parece más orientado a lo segundo que a lo primero. Descontemos las concesiones, más bien sometimiento, a esa insoportable mezcla de jerga pedagógica y pseudolenguaje burocrático. Descontemos incluso esa tendencia a sustituir la religión o el patriotismo por la beatería constitucional, o la grandeza humana por la igualdad de los sexos. Olvidemos esa alcanfórica «Educación para la Ciudadanía», especie de «Formación del Espíritu Constitucional», emparejada a la Filosofía y trufada de aromas adoctrinadores. Dejemos de lado, incluso, la polémica entre la escuela estatal y la privada o la enseñanza de la Religión católica. Omitamos la falta de acuerdo, y casi de diálogo, entre los dos principales partidos políticos, aunque se trate de la más profunda y decisiva cuestión de Estado. Y centrémonos en tres aspectos: la calidad, la libertad de los padres y la vertebración nacional. No estamos ante un debate político o ideológico, sino ante la supervivencia de la educación en su noble sentido originario.

La calidad nace del rigor y de la exigencia, de la búsqueda de la excelencia. Antes que formar ciudadanos devotos de la Constitución, la escuela debe forjar en los alumnos hábitos de estudio, amor por la lectura silenciosa de los libros sabios, por las ciencias y las artes. Y, acaso, enseñarles a aborrecer el ruido y la mala música (al fin y al cabo, la misma cosa). Ni la ciencia ni las humanidades vacunan contra la barbarie, pero mucho menos lo hacen la incultura y la zafiedad. Hasta el final de la Secundaria Obligatoria (16 años), la promoción automática es un freno a la calidad. Luego, en el Bachillerato, ya es tarde para recuperar el tiempo perdido. Además, se facilita la promoción y se eliminan las nonatas Reválidas. La «barrera» final: una prueba única de Selectividad, que seguirán aprobando alrededor del 95 por ciento de los alumnos. ¿Qué fracaso escolar, entonces? El ideal igualitario sería que todos los alumnos recibieran la misma nota. Otra cosa entrañaría discriminación, agravio y autoestimas lesionadas. El elitismo se convierte en el supremo estigma y en el mayor pecado antidemocrático. Si todos somos iguales, ¿cómo será posible que unos sean mejores que otros en algún aspecto? Suprimidos el alma y su cuidado («cultura animi»), sólo queda la salud de cuerpo y mente. La pedagogía deviene rama de la Medicina preventiva, obsesionada en preservar la autoestima de los alumnos peores. Aunque los profesores, dedicados a mantener el orden y a la autodefensa personal, tengan que acudir a la consulta del psiquiatra o al diván del psicoanalista. Todo parece orientado a remover exigencias (ese abyecto residuo del fascismo), allanar caminos y tejer mediocridades. Quien piense que todo esto es retórica, que piense de nuevo o que compruebe la demolición de las Humanidades, sobre todo la Cultura clásica y, especialmente, la Filosofía, condenada a la extraña y «jibarizadora» compañía de la «Educación para la Ciudadanía». La higiene espiritual, como la higiene física, no puede ser objeto de una asignatura impartida ¡entre los 16 y los 18 años!

La nueva ley favorece más el control educativo por parte del Estado que la libertad de los padres. La cuestión es si los padres pueden, en igualdad de condiciones, incluidas, por supuesto, las económicas, elegir la educación que quieran para sus hijos (dentro del respeto a los principios fundamentales que establece la Constitución). Lo demás son polémicas ya superadas, propias del siglo XIX. Entre el Estado confesional y el Estado laicista media todo un mundo en el que habitan la libertad religiosa y el Estado aconfesional.

En tercer lugar, la descentralización de la administración educativa y la dejación de competencias por el Estado a las autonomías dificultarán o harán imposible la vertebración nacional del sistema educativo. Es decir, la nueva legislación no parece destinada a garantizar una formación mínima común a todos los españoles, con independencia de su región de origen. Entre la polvareda del conocimiento del entorno y la primacía de la región, nacionalidad o nacioncita, perderemos a España (que, para algunos, es precisamente de lo que se trata: de la aldea a Europa, pasando por la autonomía). Y así se da la paradoja de que las administraciones públicas controlan la educación en lugar de limitarse a garantizar su disfrute, a la vez que renuncian a lo que sí constituye uno de sus deberes principales: garantizar unas enseñanzas mínimas comunes compartidas por todos los españoles. Y, hablando de Europa, no es fácil contribuir a su integración política, ignorando, a la vez, sus raíces y su esencia. Oyendo a algunos, se diría que Europa nació en la Bastilla.

La dignidad del hombre está en la sabiduría, en la búsqueda de la verdad, en el disfrute de la belleza, en el conocimiento y la práctica de la bondad. No es posible la educación si se niegan o derriban las cumbres, a manos del relativismo moral, el multiculturalismo, el feminismo y la deconstrucción. Swift afirmó que la educación es la experiencia de la grandeza. Si se niega la grandeza o se finge que no existe, ¿qué quedará para la escuela? En el mejor de los casos, la experiencia de la mediocridad. En el peor, el camino hacia la barbarie.